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    Journal de Comunicación Social

    Print version ISSN 2412-5733

    J. Com. Soc. vol.8 no.8 La Paz May 2019

     

    Reseñas de autores

     

    La palabra y la trama: Ensayos sobre literatura boliviana.

    Carlos D. Mesa Gisbert (2019). La Paz, Gisbert & Cia.

     

     

    Por Juan Ignacio Siles

     

     


    Lo primero que se me vino a la cabeza cuando Carlos me pidió que hiciera la presentación de su último libro, La palabra y la trama, es si conocía verdaderamente todas las facetas que tiene el autor. He tratado con él desde que volví a Bolivia en 1979. Era ya entonces un personaje. Aunque era joven, estaba cargado ya de una fuerza y una convicción extraordinarias.

    Pronto descubrí en él al intelectual en aquellas charlas memorables que el grupo de amigos de nuestros padres solía tener los días jueves por la noche, y en el que Carlos aparecía esporádicamente para descubrirnos su visión sobre la revolución del 52 o, mejor aún, sobre el modo en que habían sido grabados los discos de los Beatles.

    Después lo volvería a encontrar cuando acompañó a mi padre en la aventura de sacar adelante el diario Última Hora en los años 80. Me preguntaba entonces cómo podía darse ese encuentro entre dos personalidades aparentemente tan antagónicas.

    No siempre fue fácil, me consta, porque a la suave imposición de mi padre se unía la incandescente rebeldía de Carlos. Pero los sostuvo también la mutua admiración y el respeto, y eso permitió una convivencia que de otra manera hubiera sido impensable.

    La vida nos juntaría muchos años más tarde cuando, una tarde de octubre de 2003, recibí una inesperada llamada suya para invitarme a ser parte del proceso destinado a sacar a Bolivia del atolladero en el que se encontraba tras la virulenta crisis política que se produjo en los días previos y que se presagiaba desde mucho antes.

    Veinte meses duró ese tremendo aprendizaje de lo que es en carne propia la política. Y puedo decir con certeza que mi amistad con Carlos Mesa se inició precisamente en los últimos días de su mandato. Y es esa amistad y no la política lo que nos ha unido desde entonces.

    Hemos deliberado, dialogado y discutido, siempre con mucha pasión, en todos estos largos años de ausencia a los que yo me he voluntariamente condenado. Y no siempre nos hemos puesto de acuerdo. Hemos intercambiado textos, muchos más los suyos que los míos, he tenido el privilegio de revisar con él los borradores de libros fundamentales de su bibliografía como los referidos a su gestión como presidente de Bolivia e incluso de redactar el prólogo de su significativa Historia del mar boliviano.

    Y he tenido el gusto de acompañar a Carlos en la redacción de su obra más entrañable y quizás una de las menos conocida, el Soliloquio del conquistador. Esa novela imposible de un historiador que nunca ha dejado de querer también ser un literato, y en la que quizás no triunfa el narrador, pero sí surge con más trascendencia el poeta oculto que Carlos lleva adentro. Y que se impone en esa maravillosa simbiosis entre la Malinche y Hernán Cortés. La mejor metáfora de la cultura y de nuestra identidad mestiza que Carlos quiere para sí mismo y que seguramente yo comparto.

    Debajo de la imagen de hombre público a veces distante, pero también muy cercano a la gente de la calle, hay un ciudadano común y corriente, con sus debilidades y sus grandezas que, a pesar de ser un político claramente reconocible para la gran mayoría de los bolivianos (más del 90% de la población sabe quién es), ha sentido siempre la necesidad de resguardarse para preservar su espacio propio. Ese territorio personal sin el que la creatividad resultaría imposible.

    Probablemente por eso siempre estuve entre los pocos que hubiesen preferido que no volviera a dar el salto a la política, no porque no creyera en él como político, sino porque siempre vi necesario contar con personalidades que pudieran ser el referente de nuestras causas nacionales, el espíritu crítico sobre nuestra realidad histórica, sobre el acontecer nacional o sobre los derechos de los ciudadanos.

    Por ello me resulta imprescindible seguir descubriendo las otras facetas de Carlos; aquella de su vida universitaria, por ejemplo, de la que fueron parte amigos tan queridos suyos como Blanca Wiethüchter o Leonardo García Pavón. Es la faceta literaria que Carlos quiere darnos a conocer hoy.

    La reflexión literaria no es su dimensión más significativa, pero posiblemente sea la más íntima, la más profunda. Su visión será siempre la del historiador que quiere desentrañar cronológicamente el trasfondo que hay detrás del canon literario boliviano (ese que él mismo contribuyó a construir a través de las encuestas sobre literatura boliviana que realizó en el vespertino Última Hora y que se incluyen como apéndice al final del libro).

    Pero será también la del periodista que quiere ayudar a difundir los valores de nuestra cultura. Por ello siempre apuesta por un lenguaje motivador, inteligible y coherente, tal como él mismo afirma en su tan personal prólogo o en sus "deshilachados" apuntes sobre periodismo y literatura.

    No es Carlos Mesa un científico ni un teórico de la literatura. Y creo que nunca le interesó serlo. Y tal vez por ello mismo no escribió la tesis que le exigía la carrera. Su aparato crítico es el de su propio parecer y el de su vasta cultura. A él le interesa la literatura como un espacio de análisis en el que desentrañar la identidad, el modo de entender en cada época lo que es la nación boliviana, los procesos sociales y políticos reflejados en acontecimientos como la Guerra del Chaco, la Revolución del 52 o las guerrillas de Ñancahuasú o Teoponte, la capacidad de la literatura de representar la realidad, la invención de nuevos lenguajes, la aproximación poética a las profundidades del alma, el quehacer íntimo de los personajes que surgen de la oscuridad.

    Es un lector empedernido. Pero su lectura se centra sobre lo que él siente más próximo; lo que le importa realmente es la literatura boliviana. Y eso hay que destacarlo.

    Se ajusta casi siempre a un canon preestablecido y lo analiza desde una perspectiva cronológica que le permite crear tendencias, clasificar autores, establecer parámetros comunes que después cambien con la llegada de autores más jóvenes que se ven motivados por un hecho político determinante que revoluciona la realidad o por la influencia de nuevas corrientes nacidas en otros países.

    Pero Carlos sabe también que en nuestra literatura siempre ha resultado paradójico que los hechos más revolucionarios de nuestra historia no han necesariamente estado acompañados de una literatura de vanguardia que establezca nuevos patrones narrativos o poéticos o que aquellos ejemplos individuales de ruptura literaria, como Cerco de penumbras de Óscar Cerruto, Los deshabitados de Marcelo Quiroga Santa Cruz, Felipe Delgado de Jaime Sáenz o Periférica Blvd. de Cárdenas hayan quedado casi como hechos aislados dentro de nuestra literatura. Y entonces no queda más que romper las clasificaciones cronológicas y el canon o atenerse a él con cierta desconfianza.

    No se conforma con quienes son parte del canon republicano y rescata para la construcción del imaginario nacional la invención de un nuevo lenguaje, al que los conquistadores españoles tuvieron que recurrir para intentar interpretar el desconocido mundo americano que se les presentaba ante sus ojos. El territorio de lo maravilloso de Arzáns o el mundo popular del Tambor Vargas, que anteceden la creación de la nación boliviana.

    Tampoco logra encontrar los parámetros comunes que establezcan nuevas tendencias, y por ello arriesga en la crítica casi individualizada de autores nuevos como Alison Spedding, o Wilmer Urrelo (a quien debo reconocer que desconocía por completo) o en otros más contemporáneos como Amalia Decker, Verónica Ormachea, Sebastián Antezana o Camila Urioste.

    Y su aproximación a la poesía de Jaime Sáenz o de Óscar Cerruto es siempre personal. Y lo mismo pasa cuando se adentra en la narrativa de Julio de la Vega o la de Juan Recacochea. En Adolfo Cárdenas vislumbra la inmejorable capacidad de subvertir el lenguaje que es tan poco común en nuestra literatura. Y en todos ellos puede reconocerse el vuelco sentimental que su lectura provoca en el alma del autor, que hace suya la búsqueda del ser nacional que provocan desde las profundidades de su creatividad.

    Déjenme concluir con las páginas más intensas del libro, las dedicadas a su amiga Blanca Wiethüchter poco antes de su muerte. A ella precisamente, junto a Arzáns y a Cerruto, está dedicada la obra. Carlos va en estas líneas mucho más allá de la reflexión o del deseo de interpretar; se dirige directamente a ella, la que se revela en el descubrimiento de las otras voces, la que se buscaba en los huesos del cielo.

    Puede uno coincidir o no en la selección de sus lecturas, con la sujeción a recuento cronológico con el que yo personalmente no siempre me he sentido a gusto, con la extraña necesidad de publicar textos antiguos, pero nadie podrá negar el afán del autor de mantenerse fiel a la búsqueda incesante de la palabra y la trama nacional en todos los ámbitos, desde la historia a la sociología, de la literatura al cine, de la política a la cultura.

    Y, en todos los frentes, siempre hay un mismo Carlos, ese que siente un amor inconmensurable por la tierra que le dio la vida.

    Muchas gracias.

    La Paz, 11 de marzo de 2019