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    Journal de Comunicación Social

    versión impresa ISSN 2412-5733

    J. Com. Soc. v.5 n.5 La Paz dic. 2017

     

    Reseñas de autores

     

    Parada obligatoria

     

     

    Valdivia, Juan Carlos (2017). La Paz: Plural editores-Universidad Católica Boliviana "San Pablo"

    Por Carlos D. Mesa Gisbert

     

     


    El cine y los guiones de Juan Carlos Valdivia: cuando la forma es el fondo

    Icono de su generación, provocador y referente de lo que es la incesante búsqueda creativa, Juan Carlos Valdivia ha sido capaz de desarrollar su obra desvinculándose de las influencias explícitas de sus mayores, sin perder nunca de vista el eje en el que lo han colocado sus raíces.

    Valdivia se interpela siempre a sí mismo, probablemente mucho más que a sus espectadores. Su origen de clase, su propio aspecto, el largo tiempo fuera de Bolivia, su conexión con la sociedad estadounidense en sus tiempos de estudiante y sus vínculos mexicanos, le plantearon una sensación íntima de desarraigo. Las preguntas del protagonista de Ivy Maraey (2013) -el propio Valdivia, director y actor del filme-, veinte años después de haber retornado a su país, tienen que ver con esa indagación interior sin la que es imposible entender su filmografía.

    En Drawning (1990), uno de sus cortometrajes de primera juventud, se ve una secuencia en la que el personaje de la película se ahoga y mira -como desvaneciéndose- a un hombre que a su vez lo mira a él. Su último horizonte son las piernas de un interlocutor que no hace nada más que contemplar la desesperación y la impotencia, burbujas, sonido de agua, real o imaginado, un color sucio y el final inevitable. Parte de esas incómodas imágenes persiguen al director a lo largo de su obra; la otra parte, sin embargo, la recuperó al volver a una tierra que le marcó fuerza y vitalidad, una paradoja en la que se construye una de las filmografías más sugerentes del cine boliviano.

    Insaciable en su búsqueda, obsesivo hasta quedar sin resuello, con un profundo sentido de la autoreferencia, es -qué duda cabe- un pilar imprescindible de la generación que fue capaz de sacudirse del inmenso peso del cine social de Jorge Sanjinés y que reelaboró las propuestas del cine posible de Antonio Eguino y Paolo Agazzi. Su idea de inicio, expresada en la primera película que hizo en Bolivia, fue cambiar el eje, trasponer los límites de los Andes, explorar en el mundo del oriente boliviano, desentrañar sociedad y personajes en una obra renovadora y de humor incisivo, probar que se podía lograr un nivel de producción que el cine boliviano no había conocido en el pasado. Violentaba las reglas convencionales de lo que era políticamente correcto en un país que todavía sentía la obligación de hacer arte con la mala conciencia de la pobreza extrema, de la explotación, el racismo y la discriminación. La mirada andina era demasiado poderosa y la tesis de que el camino del cambio pasaba por el arte (los fusiles levantados al viento en la escena congelada de Yawara Mallku revoloteaban por encima de las cabezas de cineastas y críticos) significaba mucho para los jóvenes artistas de la imagen. No era fácil patear el tablero. Jonás y la Ballena Rosada (1995), aún y a pesar de sus dubitaciones, se atrevió a hacerlo desde su guion hasta su estreno en tono de superproducción local. No en vano es, hasta hoy, la tercera película más taquillera de la historia y el mayor éxito de público en Santa Cruz de la Sierra. Fue el comienzo de una carrera cinematográfica distinta, cada vez más personal que siempre exploró y buscó riesgos y perfiles no trabajados en el pasado.

    Valdivia aporta al cine nacional una peculiar percepción estética de la realidad que Hugo Miguel, Eugenia Ogarrio, Serapio Tola, pero muy especialmente Joaquín Sánchez construyeron en su dirección de arte y en puestas en escena de un significativo refinamiento visual. Pero su sello, una trampa en algún sentido, es su desarrollo intelectual y su hondo sentido reflexivo apuntalado por un ancla que bien pueden ilustrar sus lecturas de filósofos como Kierkegaard o Sloterdijk.

    Nada de lo que hace está librado al azar, la elaboración siempre cuidadosamente pensada, le plantea la necesidad de un referente conceptual para cada película. Las intuiciones de esta naturaleza pasaron por el esfuerzo de hacer una arquitectura narrativa de relativa complejidad en Jonás para aterrizar en la profunda textura de Zona Sur (2009), en la que se conectan la propuesta formal de las esferas y el desarrollo narrativo de la historia. En el camino quedó como un hito que el propio realizador tardó en asimilar, un film dinámico y libre como American Visa (2005) que hace un peculiar tratamiento de la novela homónima de Recacoechea.

    La construcción de una película, un imprescindible trabajo de equipo, tiene en el guion quizás la médula de su columna vertebral. La vieja idea del cine de autor pasaba casi como una condición sine qua non por el control total de la dirección, el guion y -obviamente- la fotografía. Es imposible entender a Valdivia sin la obsesiva y cuidadosa elaboración de sus guiones. Su adaptación de la novela Jonás y la Ballena Rosada de Wolfango Montes, su prueba de fuego, recibió el premio al mejor guion en el Concurso de Guiones de América

    Latina de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano. Tras el galardón, el realizador siguió trabajando en nuevas versiones con correcciones y modificaciones de fondo y de forma tanto antes como durante el rodaje. El guion define el espíritu de la obra, es su soporte principal, crea los climas, establece y moldea a los personajes por dentro y por fuera, libera ángeles y demonios de su autor, permite en el caso de las adaptaciones un sello propio que imprime un estilo singular sin traicionar el sentido último de la obra literaria. Valdivia basó sus dos primeros largos en adaptaciones y los dos siguientes en guiones propios. Cuando escribe las historias, la conexión autobiográfica es muy poderosa, sea porque rescata de las brumas su propia experiencia infantil, sea porque decide compartir, con quienes lo miran, sus interrogantes más íntimos. En Zona Sur y en Ivy Maraey, tras vueltas y vueltas, correcciones interminables, cortes, partes desechadas y partes reelaboradas, se puede encontrar claramente la compleja combinación entre los hilos de la memoria, la magia de la recreación vital y la reflexión sobre el lugar individual en la sociedad. Valdivia comparte a través de sus guiones una honda introspección, una mirada crítica de sí mismo que propone el modelo de un estar y ser en una sociedad en la que, da la sensación, es un injerto forzado. A diferencia de algún otro realizador boliviano del pasado, no pretende representar, interpretar o sacar conclusiones sobre "el otro"; por el contrario, busca colocarse exactamente en el lugar en el que pisan las plantas de sus pies y desde allí leer el mundo, el inmediato y el mediato. No hay impostura ni presunción objetiva, está siempre la mirada interior sobre quién es, a veces desgarrada, a veces irónica e implacable.

    Cada guión podría ser una y muchas películas, pero no puede desprenderse del resultado. Es difícil entender a Valdivia separado de la escritura de la historia que dará vida en la pantalla. Es allí donde piensa las imágenes en movimiento. En la madurez, a partir de Zona Sur, busca -lo intentó ya Sanjinés en su Teoría y Práctica de un Cine Junto al Pueblo- que fondo y forma tengan consistencia, establezcan una coherencia indisoluble. El riesgo es muy grande y a veces se enfrenta a una exigencia formal en desmedro de los contenidos, pero indiscutiblemente demuestra que el hecho estético no puede quedarse colgado del puro deleite sensorial, sino que es posible, o quizás imprescindible, atarlo como creación humana a una totalidad en la que no se pueda separar una cosa de la otra. Para ello, el guión, igual que la dirección de arte, igual que la concepción de la fotografía, son mecanismos vitales en el andamiaje total de esa tarea colectiva.

    Jonás y la ballena rosada: el vientre mágico

    ¿Es Jonás la historia de un fracaso, el retrato de la mediocridad y la metáfora de una rebeldía contra el orden establecido? Valdivia transita por caminos que buscan ensamblar una cuidada propuesta estética con una trama en la que el tono del personaje protagónico logre una adecuada tensión narrativa. Para entender Jonás en el contexto de su realización, es imprescindible recordar que esta opera prima coincidió con su par de Marcos Loayza, Cuestión de Fe. Ambos directores -entonces era solo un atisbo- representaron el nacimiento de una nueva generación de cineastas que le daba el relevo a figuras señeras como Sanjinés, Eguino y Agazzi. A diferencia de Loayza, el filme de Valdivia propone una ruptura de contenidos. Como ya está dicho, Jonás se ambienta en Santa Cruz, en el oriente del país. Salvo Los Igualitarios, una película olvidable, es el primer largometraje que rompe la centralidad andina del cine boliviano y que propone una nueva temática en la que el trasfondo social es solo un referente (no por ello marginal).

    Jonás es un maestro de escuela que se niega, a pesar de su matrimonio con una rica heredera, a moverse bajo las reglas de su familia política. Su negación es una afirmación de libertad personal y propone una disyuntiva ética resuelta por su única pasión, el amor carnal por su cuñada. La dirección de arte y la extraordinaria fotografía de Henner Hoffmann construyen físicamente la imagen del vientre de la ballena en un tránsito evidente por el realismo mágico latinoamericano, que intenta ir más allá que la propia propuesta simbólica de la novela de Wolfango Montes. El momento crucial del filme en el que Jonás y Julia hacen el amor por primera vez, cruza la línea, pasa de la desesperanza a la ilusión (a pesar de ello contenida) y desarrolla la primera aproximación de erotismo desinhibido en la historia del cine boliviano, tan contenido y tan gazmoño cuando de sexualidad se trata.

    Valdivia recoge también la veta de humor y de ironía en la obra de Montes y construye un mundo mágico de la mano del extravagante Patroclo, suegro de Jonás. Pero ¿por qué una ballena y por qué rosada? Esta doble pregunta es la que ronda permanentemente al espectador con un Jonás inasible, quizás insípido antihéroe. No es poco compromiso para este notable personaje renacido en las entrañas del célebre cetáceo del Antiguo Testamento. Jonás es en realidad una figura muy latinoamericana, pero es sobre todo un hombre de carne y hueso sumergido en un mundo solo posible en este territorio americano, en el que se comparten las locuras hechas sueños de grandeza, con la corrupción en gran escala en medio de la crisis de la hiperinflación en los años ochenta del siglo pasado, situación que Bolivia nunca había vivido. Pero ese contexto no es suficiente para explicar esta obra cargada de humor y de ácida crítica a un medio social a caballo entre dos momentos de su historia (el paso de la dictadura a la democracia). Es la vieja saga de la élite dominante y provinciana, incapaz de construir una sociedad coherente y la tormenta hecha lodazal que la película convierte en parábola de agua y barro expresada por el nuevo jinete del Apocalipsis, el narcotráfico y su incontrastable poder que pareció por un momento haber capturado irremediablemente a la más dinámica de las ciudades bolivianas.

    La ballena es la de la familia que lo ahoga y la de la pasión que lo ciega y se vuelve un viscoso y líquido vientre. Lo es cuando Jonás está ya en otra cosa, está en Julia y eso no es sino el camino a una historia de oscuro erotismo. Los acontecimientos políticos y sociales se convierten en un escenario detrás de una pasión que tiene como centro el vientre del gran pez. Locura y frivolidad, ¿por eso el color rosado a modo de símbolo?, Ira y Patroclo son dos personajes que intentan tragarse al héroe. En medio de los aires de grandeza está la obsesión de hacer un mausoleo egipcio en las lomas de arena en el centro del continente sudamericano, a más de 10.000 kilómetros de las pirámides de verdad, construidas por razones harto más serias que las que rondaban en la cabeza de Patroclo, el autoritario suegro del protagonista.

    Patroclo, Ira, Talía y Julia son personajes que existen en tanto los roles que encarnan y los mundos que reconstruyen están o estuvieron allí siempre. Si Jonás se toma de las páginas de la Biblia, los otros nombres centrales de esta trama mezclan las pirámides del norte de África con los nombres de la mitología griega nacida en el Mediterráneo (todavía quedan pendientes las claves de estos nombres que Montes, autor de la novela, no parece haber tomado al azar, como no es azar el del protagonista que da título a lo obra). Jonás, hijo de una clase media, cada vez más creciente en nuestras sociedades, se puede encontrar en mil rostros. Igual que su referente, intenta escapar de su destino refugiado en una escuela fiscal hasta que la ballena lo atrapa en la pirámide, en el banco al que está ligado el suegro...

    Condenado a Talía, su compañía asfixiante, su consumismo devorador, su vacío cómico de tan gigantesco, el protagonista parece perdido hasta que llega Julia a su vida y lo arrasa todo, como la pasión y el deseo suelen incendiar hasta el último vínculo con el pudor, la realidad y el mundo del entorno. No es casual que sea la cuñada quien lo enamora en un toque inevitablemente incestuoso. Si Montes logra en su novela un clima interior en el que los personajes desarrollan su desesperado e incontenible deseo, Valdivia transforma en poéticas y sensuales imágenes ese vientre alternativo de redención que, a pesar de todo, le es insuficiente a Jonás. Como siempre, llega tarde también al compromiso del amor, cuando Julia ha sido ya "regalada" a los narcos, como dice Pablo en la película, como leemos línea a línea en la obra original.

    En esta sucesión la corrupción es también otra ballena (son tantas...), este círculo de terribles o amorosos cetáceos se come a su víctima y lo escupe. Julia, en tanto, llega como una virgen dentro de un ataúd en medio de las aguas devoradoras de la peor inundación de la historia de Santa Cruz, o es quizás una fotografía navegando en medio del diluvio en el sótano donde se amaron una y mil veces los trágicos protagonistas de la obra. Grigotá y Chico Lindo son, a su vez, la marca del narcotráfico y su papel trasgresor en la sociedad posmoderna de América Latina, con su lógica de dinero a espuertas y su capacidad de comprarlo todo con la misma simpleza que mal gusto.

    Jonás y la Ballena Rosada es una historia a caballo entre el drama y la ironía, en la que, como pocas veces en el cine boliviano, el humor permanente, circular a veces, es un elemento central y en la que el amor carnal es tan poderoso que acaba por capturarlo todo, el escenario, el argumento y los personajes, hasta que finalmente Jonás y Julia son la historia misma. Quizás, sin embargo, los elementos sugerentes, poderosos incluso, no definen el drama interior por la proximidad de la caricatura y por la imposibilidad de conmover, salvo en la inolvidable secuencia del primer encuentro entre el protagonista y su joven cuñada.

    American Visa: Las luces de una novela negra

    Novela negra y cine negro tienen una larga tradición de ser un matrimonio exitoso. American Visa es inequívocamente una novela negra. Sobre esa obra y esa evidencia, la adaptación cinematográfica de Juan Carlos Valdivia fue el más importante esfuerzo en su filmografía de lograr un resultado en el que se combinara el sello de autor con una producto comercial, en lo que de legítimo y deseable tiene el buen cine comercial. Para ello escogió de nuevo un modelo de producción profesional en su coproducción con México y, con mayor acierto que en su primera obra, dos actores protagónicos de alto nivel. La interpretación del dúo mexicano compuesto por Kate Del Castillo y Damián Bichir le proporcionan al guion un notable soporte. La notable transformación de Kate en la joven beniana plena de vitalidad y desparpajo y la sobria pero convincente interpretación de Bichir en el rol del golpeado maestro de provincia, consiguen momentos de emoción e intensidad de los que Jonás carece.

    Valdivia acierta al escoger una de las obras fundamentales de la narrativa boliviana de la segunda mitad del siglo pasado, la novela homónima de una hábil narrador como Juan Recacoechea, que merece un lugar más destacado por el total de su tarea creativa del que le ha dado la crítica. Se trata de una historia amarga en un explícito tono de la más evidente tradición del policial a la usanza de Hammett. El retrato de la ciudad, La Paz, y del personaje principal, desesperado por salir de ese -literal- hoyo oscuro en el que se encuentra, con la ilusión de conseguir la visa americana, el pasaporte para un futuro que se le ha cerrado definitivamente en Bolivia, es -y así debe ser- una historia adivinada. Valdivia sabe, igual que los espectadores, que el final es previsible porque de eso es que se trata el género, sabe también que lo que importa es la construcción de una trama en la que sea posible penetrar en la intimidad de una psicología a salto de mata entre el pesimismo y la esperanza.

    Hay en ese enfoque una cierta recurrencia con la propuesta que desarrolló ya en el personaje de Jonás, pero con un vigor mayor bajo el impulso de una construcción más elaborada en la historia de amor y en las habilidades interpretativas de sus personajes. Las líneas narrativas de American Visa se combinan. La trama principal es el objetivo obsesivo de conseguir la visa. En las otras vetas encontramos la denuncia de un entorno de corrupción y de manipulación del poder que toca dos puntas, la de la sociedad local y la de la propia embajada estadounidense, otra cita implícita que nos remite a Jonás y su trasfondo político-social en ese caso bajo la sombra del narcotráfico. Se suma el encuentro de dos almas marginales en el contexto de la periferia urbana con la inescapable vinculación pasional y el thriller de acción trepidante. Valdivia, con más rigor que en su anterior guion, sigue la secuencia de los tiempos de la novela, a la que adoba con su peculiar humor y con un tono visual más bien brillante que define el estilo propio de quien entiende el cine como una manera de transformar el hecho creativo.

    Literatura y cine son caminos que se encuentran, que se cruzan, que eventualmente se superponen pero que nunca pierden su identidad intrínseca. Una adaptación nunca podrá ser plenamente fiel al libro original, en realidad deberá ser una reelaboración en tiempos y en soporte. A fin de cuentas la realidad de una novela está condicionada por la mente de cada lector, los personajes en ese contexto saldrán de la imaginación de cada uno, el cine acota esos límites a hombres y mujeres específicos con formas y acciones concretas que perfilan la reconstrucción del mundo imaginado en la pantalla.

    American Visa es, como toda la obra de Valdivia, una película cuidada en su construcción del clima visual y en la exigencia de una fotografía (Ernesto Fernández) apoyada en planos y encuadres medidos al milímetro. Sin llegar a las propuestas conceptuales de sus obras posteriores, tiene una marca personal, al punto que la historia no puede entenderse sin las referencias de fotografía y montaje. La Paz reaparece, se reinventa, se redescubre. La ciudad, cuya potencialidad paisajística es inmensa, se ve como un poliedro, es algo más que el escenario o el paisaje de fondo, es parte viva de la película.

    Su atrevida banda sonora es capaz de retratar un tiempo y un lugar, en el que el soft power estadounidense nos llega con su fuerza implacable y su peculiar belleza. En las antípodas, la voz inigualable de Luzmila Carpio que abre el filme y nos sobrecoge mientras el bus traslada al héroe del polvo de la altipampa al tráfago de la ciudad.

    Valdivia, sin embargo, enfrenta algunos desafíos que resuelve de modo personal a riesgo del resultado final, el humor que no acaba de ser lo cáustico que la historia exige, lo inverosímil que debilita el sentido básico de lo que se quiere contar: el destino implacable y fatal de un "perdedor". En esa dimensión la apuesta más arriesgada es darle un toque propio a lo esencial, el obligado final amargo de la novela que el propio Recacoechea deja abierto. La visa es una quimera imposible y muestra la implacable verdad del sistema, allí, en esa frustración radica la centralidad que Recacoechea le da a la historia, Valdivia hace énfasis en el amor que cierre la trama. "Solo el amor salva" nos dice el director. El avión sobrevolando la exuberante selva tropical boliviana abre un destello de esperanza. Quizás la secuencia en la que los mafiosos lanzan el cuerpo del profesor Mario Álvarez al basural pudo haber sido la final de una película que, vista en la distancia, confirma a Valdivia en su eje ideológico. Pero para ser justos, tampoco el novelista termina allí la narración. Ambos, uno con mayor luminosidad dejan el cierre de la trama en manos de Blanca... La sutileza imprescindible después de décadas de un cine social explícito e interpelador es el mayor mérito del realizador. El compromiso no tiene porqué estar cacareado en propuestas políticas evidentes, los sub-textos de Valdivia lo colocan progresivamente en la acera del lugar político que ocupa Evo Morales desde el 2006. En retrospectiva, sus dos primeros largometrajes cuestionan una sociedad democrática profundamente tocada por la corrupción y manipulada desde un poder en manos de las elites. Lo que vendría después, la implosión de esas elites y las razones que la explican, más la inevitable tensión y cuestionamiento que la nueva República "plurinacional" plantea, se expresan en los dos filmes siguientes. Valdivia, a su modo, sin desvirtuar la esencia de su condición creativa, describe hechos y se hace a sí mismo preguntas sobre el lugar que le toca en esta sociedad teóricamente transformada, aunque la realidad -terca como es- haya demostrado una década después de la euforia que desató el nuevo gobierno liderado por un indígena, que la lectura de Jonás y American Visa, sería, salvo algún punto y alguna coma, la misma ante el país del "proceso de cambio", golpeado por la realidad de un poder que se apoltronó muy rápidamente en la construcción de una hegemonía autoritaria y poco transparente.

    Zona Sur: el último canto del cisne

    Andrés está en el comedor impecablemente puesto para una cena, la cámara gira en su rutinario ciclo de compás a la altura de las copas. Por un instante los ojos claros del niño se pueden ver a través del cristal de una de ellas. La copa es una esfera. Andrés -paradójicamente- es el único de los personajes de Zona Sur que está fuera de las esferas que encierran de modo dramático a todos los personajes de la cinta. La metáfora se expresa de modo intenso en ese par de momentos en que el vidrio es físicamente una burbuja tan cerrada cuanto transparente. Si el niño es el único nexo entre un mundo y otro, y será al final el único que pueda zafarse de la casa que encierra las vidas de todos, es a la vez quien nos lleva de la mano por una trama hilada con ritmo exasperante pero perfecto para esta historia.

    La cámara (el yo interior, el yo colectivo, el narrador narrado), es en este caso la concepción creativa esencial de Juan Carlos Valdivia.

    Zona Sur es -qué duda cabe- la película más madura y personal del realizador que se inició en el complejo camino del largometraje catorce años antes. El filme puede leerse de varias maneras, pero quizás la más significativa sea la propuesta conceptual. Y hete aquí que el director enlaza con sentido fondo y forma, no a través de artificios esteticistas sino a partir de una honda visión interior. La idea de las esferas -explicitada por el director en el libro publicado junto a la película y referida a la obra principal de Sloterdijk- es aquí esencial para lograr el clima exterior y a la vez encontrar el alma-rehén de todos los personajes. De ese modo, la cámara comenzará a girar cuando Marcelina abre la reja de ingreso a la casa al comenzar la película y no terminará sino en la última secuencia de la obra, mirando el cielo liberador.

    Pertinaz, implacable, el director de fotografía Paul de Lumen la hará dar una y otra vez vueltas de trescientos sesenta grados, lentamente, a un mismo ritmo-tiempo como un metrónomo pero sin compases, porque el giro mismo es ese compás. La cámara dará la vuelta sobre el mundo de cada uno y de todos sin importar la altura de sus movimientos, ni su inclinación. Será círculo, será elipse, será rueda de Chicago, será cuerpo íntimo, será un obsesivo y único ojo. Con ella estarán el cristal y el espejo, uno y muchos, todo tendrá su revés, cada rostro podrá mirarse y remirarse, cada cara será una y dos y tres cuando no más, a partir de la omnisciente presencia de los marcos de plata y las fotografías de los miembros de esta familia que se ahoga en sus esferas, vive en ellas y no puede respirar sin ellas.

    Valdivia no propone que la cámara, que la dirección de arte, que el tiempo (lento, siempre lento), que el montaje, que la luz, sean encarnación entre personajes e historia. El cuidado estilo teatral de su primera película Jonás y la Ballena Rosada en la puesta en escena con su mayor logro en el vientre de la ballena-sótano de los amantes, es aquí más complejo, porque Joaquín Sánchez logra lo improbable, que el blanco y la transparencia encierren. Es que ésta es la historia de un encierro entre caracolas marinas, bolas de cristal, objetos de plata, colores intensos y brillantes, lugares barrocos como el baño de Carola, toques kitsh como los patitos de la bañera de Patricio, que en la composición global logran una extraña belleza entre lo leve y lo pesado.

    ¿De qué se trata Zona Sur?, de lo obvio, sí, un lugar, una clase que es un espacio social, un momento de la historia sugerido apenas con la primera plana de un periódico. Pero el sociologismo no cabe porque desmontaría la historia personal, la nostalgia, el niño y los sueños, la mirada desde abajo y los curiosos espacios cruzados de lo que en definitiva es lo mestizo. Impecable el autor, cuando nos deja con los parlamentos en aymara sin traducir. Que quede claro, hay una barrera entre dos mundos contradictorios que no se entienden en la palabra pero que sí pueden conectarse a través de señales, de signos de afecto y desafecto. No hay lugar para la obviedad, cuyo riesgo era evidente, el de explotadores y explotados. Los hechos son más que elocuentes.

    La propuesta de fondo es sobre los personajes, sobre su universalidad, no sobre el costumbrismo. El triángulo clave está en Carola, Wilson y Andrés. Los tres son sin duda los personajes más completos y logran mostrar los círculos y liberarse o quedar atrapados en ellos, estar dentro o fuera de sus propias prisiones a través del puente emocional del niño que pregunta para exorcizar. Carola es una extraña combinación de frivolidad y mirada sagaz sobre sí misma y sobre sus hijos; desbordada por las formas, en el fondo entiende perfectamente su propio desmoronamiento interior y el de todo lo que la rodea, se da cuenta de que la búsqueda de sus hijos es insuficiente, inmadura. Sus lugares comunes son resueltos sin lugares comunes. La ominosa ausencia del padre, la sobreprotección; madre para el hijo, madrastra para la hija. El hijo consentido, la hija cuestionada. Carola es el matriarcado en toda su fuerza y en toda su debilidad, es la intuición inteligente y la respuesta convencional en una sola persona. Pasando por alto algunas dubitaciones en el parlamento, Ninon Del Castillo hace una interpretación acabada e intensa, con un rostro difícilmente equiparable para retratar a una mujer en la madurez y en la descarnada soledad. Pascual Loayza se mueve con brillantez, como pez en el agua en ese doble mundo del empleado y el hombre con espacios propios y enigmáticos.

    Irónicamente para Valdivia, quizás la secuencia más bella y sobrecogedora del filme es la única en que la cámara gira libre, en la montaña, con el inmenso lago a sus pies y con la serena sobriedad de la celebración de la muerte de ese otro mundo atisbado con respeto y sin folklorismo. Wilson es ambiguo como lo son, salvo Andrés y Marcelina, todos los protagonistas, como es ambigua la vida. Los tonos de los interiores de esa soberbia y compleja casa son los tonos de las almas.

    Pero es en los dos jóvenes y en sus respectivas novias, donde el desarrollo de caracteres se hace insuficiente, Patricio y Bernarda no alcanzan a desarrollar su interioridad. Su leit motiv es la agresividad, la actitud desafiante y la provocación, en el fondo viven la indefensión y el extravío de una edad de transformación y de una clase desconectada del mundo real, pero que no acaba de cerrarse en la propuesta dramática. Aquí, una vez más, Valdivia cede a la tentación del exceso y nos ofrece alguna escena de sexo demás, que podría haberse omitido, quedando claro, a pesar de ello, que es el realizador boliviano que trata con mayor solidez y soltura el tema.

    Cuando Carola y Wilson, que se mueven siempre en el borde del diálogo y el equívoco, están a punto de romper físicamente su siempre precario equilibrio, la película llega al vértice en el que las esferas se rompen. Ambos son conscientes de su intensidad contenida y de la página volcada. Una clase se ha desmoronado, el poder le ha sido arrebatado, la otra clase ha tomado el papel de protagonista central en este nuevo tiempo. El desenlace quizás imprevisible es, por el contrario, el único posible en este contexto.

    La comadre, la chola, llegará para decirnos a todos que la historia ha dado un giro de ciento ochenta grados, casi tantos como la cámara obsesiva que nos acompaña a lo largo del filme. La fiesta ha terminado. La matriarca mestiza comprará la casa de Carola, pero hará algo más, definirá claramente la vacuidad y la frivolidad que se están hundiendo. A la vez, una elegante sofisticación europeizante será sustituida por la imponente mujer, su rostro impenetrable y sus frases suaves pero claras: "¿Y si te ofrezco veinte mil más comadre?".

    Andrés es la libertad y el lazo. Será el único testigo silencioso de esta familia que se acerca al mundo del "otro". Se mueve entre su ensimismamiento con "Spielberg" su yo alterno, y su limpia locuacidad, es víctima y centro de la agresión cariñosa pero incesante de su hermano que quisiera en él la reproducción interminable del machismo irresponsable. Es quizás un rol demasiado esforzado para el pequeño Nicolás Fernández que, con todo, sale librado del peso que el director pone en él para conectar las esferas.

    La música de Cergio Prudencio resuelve su mayor desafío en el cine, con una sobriedad impensable en trabajos como Para Recibir el Canto de los Pájaros. La intimidad es aquí un imperativo, la música no podía y no llega al punto de romperla o invadirla ¿Gira como la cámara? Sí, gira como la cámara y nos envuelve.

    Por momentos la película se extravía en fragmentos que no se cierran, en historias inconclusas, en pinceladas que no cuadran. Solo los tres personajes logran centrarse en la totalidad ¿Son hilos dejados sueltos por acaso, o es una búsqueda intencional? Quizás la razón sea que la peripecia no importa, porque de eso se trata. Al no ocurrir nada relevante en la superficie, uno puede seguir hasta sus recovecos más íntimos lo que cada uno es en esa Zona Sur que da el dramático canto del cisne, el último, el que nos ha tocado presenciar, o vivir, o protagonizar, según cada espectador. En castellano y aymara, Carola y Wilson nos muestran dos rostros multiplicados en sus espejos exteriores e interiores.

    Andrés volará a lo que quiere ser, busca siempre y logrará la libertad repetida de modo magistral con las tomas aéreas sobre esos techos que son el mundo, todo el mundo de Zona Sur.

    Si Juan Carlos Valdivia no hubiese cedido a un final simbólico pero deslavado, pudo haber escogido para redondear esta película emblemática ese momento sobrecogedor de la cámara alejándose lentamente, mientras cada uno de los personajes está atrapado en su esfera, detrás de los cristales de la casa que vive el blanco el azul y gris y la lluvia y el sol como se vive la vida. A pesar de ello, o precisamente por todo ello, es sin duda su película más lograda y el mejor retrato de él mismo como cineasta.

    Yvy Maraey: yo, el otro

    Yvy Maraey son dos palabras con la sonoridad honda de la lengua guaraní, escucharlas pronunciadas con serenidad nos conduce inexorablemente al alma de un pueblo. Tierra sin mal es, en definitiva, la utopía guaraní construida durante un milenio. Yvy Maraey es ahora también el nombre de una película que intenta un descubrimiento, el de las miradas mutuas, la idea de encontrar al otro en las ópticas de un guaraní y de un blanco (karai en la lengua del pueblo chaqueño). Guaraní y karai encontrarán en la diferencia distintas versiones de un mismo mundo, a la vez que construirán una compleja amistad entre tensiones y guiños, en una travesía por el espíritu de un pueblo y por los espíritus de dos individuos.

    La película es una búsqueda personal y colectiva, algo más que un guion, que una historia, que una obra de ficción dentro de otra. Es la necesidad de encontrar una parte esencial de la complejidad de una nación, Bolivia, multiplicada en varias "naciones", dos de ellas, la guaraní y la ayoreode (pueblo íntima y paradójicamente ligado al guaraní a lo largo de la historia), unidas a través de una peripecia vital.

    Si de verdad Juan Carlos Valdivia tiene un compromiso con su comunidad, la boliviana, su desafío era trascender la obra creativa personal y ser parte de la experiencia de guaraníes y ayoreos. Lo consigue con gran sensibilidad y respeto, pero sin renunciar nunca a su propio yo. El protagonista, la narración, la película en suma, se convierten en un instrumento que contribuye a que el tiempo sea recobrado a partir de la memoria colectiva, desde los saberes, habilidades y capacidades de pueblos cuya vitalidad requiere ser preservada para el futuro. No -como podría suponerse por la reconstrucción idealizada del mundo descubierto por Nordenskiold- a partir de la antropología, o la peligrosa taxonomía de quien colecciona y mira con ojos fríos, sino desde un hoy vivo cargado de mitos, voces, ecos, preguntas que llegan desde el otro lado del espejo de la historia.

    Solo una adecuada comprensión de lo que representa la memoria en el horizonte de cualquier comunidad humana, nos permite entender la importancia de la película de Valdivia. La memoria es un proceso a través del cual retenemos lo vivido, almacenamos experiencias del pasado, las codificamos, las ordenamos, las elaboramos o las reelaboramos. La memoria es la que nos conecta con lo que somos a través de lo que fuimos, pero es también un mecanismo que nos permite reconstituir nuestro propia pasado e interpretarlo, transformarlo, siempre y cuando no nos ocurra, como a los enfermos de Alzheimer, que la sucesión de infartos cerebrales corten la sinápsis de nuestras neuronas de manera progresiva, hasta arrasar con todo aquello que éramos y dejar una mente literalmente en blanco, borrada, desconectada. Sin memoria, existimos mutilados, tenemos una vida congelada en un eterno presente que termina por romper cualquier vínculo individual con el mundo, más allá del instante.

    Pero si hay algo que el realizador logra con su desafiante planteamiento es que la película fluya en dos grandes ríos; el del descubrimiento exterior, el fascinante mundo indígena de los llanos, y el del descubrimiento interior; complejo, traumático, intrincado, repleto de preguntas que se desmadejan en dos puntas. Al principio la del filme (el invento del documental, la realidad real convertida en realidad de la ficción) del gran antropólogo Erlan Nordenskiold y al final, la del jeep desguazado por los niños y jóvenes guaraníes que Andrés (el propio Valdivia) mira deslumbrado como si él mismo hubiese sido despiezado de todo aquello puramente material, que es una carcasa sin sentido. Irónicamente quien pregunta "¿cómo sabes qué es lo que miro?", no es una niña guaraní, sino una niña ayoreode. Es, al fin, un nuevo encuentro con el otro, que es uno y muchos.

    Andres y Yari se conocen, se enfrentan, aprenden a convivir y a quererse como seres humanos. Proponen a lo largo de su viaje material y de su viaje del alma, un juego intelectual y espiritual que nos permite encontrar a un otro que había sido olvidado, apartado, hundido en la bruma de la incomprensión o del desprecio. Quizás una de las tomas más bellas de la película es la que explica mejor este diálogo. La cámara a cargo de Paul de Lumen gira y vuelca el mundo, el cielo es el agua, la vida puede mirarse de diversos modos, los ojos caen en la trampa y construyen mundos nuevos y diferentes. Allí, seres humanos y entorno, tierra, agua, aire, fuego, son uno, no hay un solo referente ni un solo eje ni una sola posibilidad de ser, allí está resumida la búsqueda sin solución de continuidad que encara el hombre en cualquier lugar del planeta.

    El karai y el guaraní han partido desde las alturas donde el aire es transparente y el horizonte del altiplano parece el de un mar entre marrones y amarillos. El mundo andino, que gira obsesivo en una lógica de lo indígena dominada por lo aymara, se irá disolviendo en un viaje a las profundidades. Pero antes, Valdivia resuelve en un fragmento, en un par de tomas, la gran traba del proyecto estatal boliviano de Evo Morales. Los viajeros encuentran un bloqueo en la carretera. Yari desciende del jeep y trata de comunicarse con los bloqueadores que lo increpan en aymara. Él responde en guaraní. Les es imposible comunicarse. Harto ya de gritos ininteligibles les habla en castellano, solo así los aymaras le entienden... más que una metáfora es un momento demoledor que explica la naturaleza intrínseca de un país que, a pesar de la diferencia y de las identidades y de las reivindicaciones de la otredad, necesita de la lengua de los conquistadores para entenderse.

    Es imposible no pensar en Conrad mientras el vehículo inmaculado del principio va descendiendo a ese lugar que no es ya el de las nieves de los Andes ni el del intrincado Amazonas, sino un laberinto entre bello y sobrecogedor que va cubriéndolo de una costra de tierra.

    Una densa película de polvo suspendido en el aire atrapa a los protagonistas y a los espectadores. El orden inicial se subvierte. La construcción artificiosa de quién es el patrón y dónde ejerce su poder, acaba dominada por un pulso entre los dos protagonistas. Un debate de cuerpos y de mentes, un desafío, un duelo en el que el paisaje se nos mete hasta los poros. Andrés será también parte del viento, el agua, el barro, el verde y el negro estrellado de la selva. Andrés se perderá en sí mismo y se encontrará en la naturaleza, sin dejar nunca de ser, sin pretender cambiar de piel. Lo más logrado de la película es que ninguno de los dos renuncia a sí mismo. Ambos hacen algo más importante: aprenden, descubren, conocen. A diferencia de El Corazón de las Tinieblas, el protagonista desciende para subir, para esclarecerse, para saber que en el ovillo intrincado de sus dudas -trabajado con gran calidad plástica por los ovillos de papel desprendidos de su libreta de notas- no está la cuestión de hacer una película ni es su argumento lo que estaba buscando, es su propia columna vertebral como ser humano la que aparece descarnada de toda envoltura formal.

    Yari dice que La tierra sin mal es un invento de los curas. Yari sabe que el mito invade y limita. Yari sabe que el choque con la modernidad no es solo un cataclismo de destrucción, es también una oportunidad, un espacio con el que hay que contar. Nada es sencillo, este no es un juego de buenos y malos, de virtudes y defectos, de mundos execrables y utopías halladas en medio de los tuscales, es -ahí la esencia de la obra- una sucesión de paradojas y dolorosas contradicciones. En la línea de Malick o Herzog, Valdivia escoge el halo de la voz poética en guaraní sobre trazos casi pictóricos que nacen desde el negro y que refieren al camino de descenso a las rendijas del espíritu. Yari, con la voz del tiempo, la tradición y la sangre, dice -solo voz- lo que aprendió de su pueblo, recoge los cantos de los ancestros, las visiones más íntimas, la única realidad, el hombre, los hombres y mujeres, la comunidad, la tierra y el cielo, inseparables ¿Es un universo que se pierde? ¿Es un canto que perece? No, es la pura vida.

    Otra paradoja es la misma voz que cuestiona ese anclaje irremisible y ciego ante el mundo karai que lo penetra todo. La película no resiente su continuidad con estos intersticios de la palabra.

    La voz de Andrés, en cambio, no está fundida en el cielo y en la tierra, está alimentada por la racionalidad, es la que marca el espíritu de Occidente, es la afirmación de una conciencia atormentada, es la palabra escrita, no la palabra dicha con sonoridad, sino la que se desgrana en los trazos perfectos de las letras que transmiten las ideas. Andrés es lo que piensa. Yari es lo que siente, ambos son dos seres humanos intensos que expresan su cultura, la construcción de su yo, la lógica cartesiana, o el sentimiento que piensa. Yari le demuestra a Andrés que hay valores y referentes distintos que debe respetar. Es emblemática la secuencia de los amigos de Yari con bártulos y animales de corral sobre el jeep. Andrés le demuestra a Yari que es capaz de sumergirse respetuoso en la cultura del otro, cuando sin necesidad de intérprete se comunica en guaraní con los integrantes del pueblo que lo miraban con recelo.

    Yvy Maraey transita por caminos históricos, geográficos, culturales y personales por los que el cine boliviano de ficción no había ido nunca. Abre una ventana que no había estado abierta. Entra en un mundo totalmente nuevo. Nos muestra tiempos fragmentarios y entremezclados. Así, descubrimos a los viejos hacendados, o sus despojos. Asistimos a la fiesta (las fiestas en realidad) -un mar de violencia contenida y viejos y profundos recelos- en la que los papeles han cambiado. El nostálgico y casi caricaturesco canto colonial basado en una pieza de Doménico Zipoli en el más rabioso barroco vivaldiano de los desarrapados karais, frente al violin melancólico -nótese, un instrumento europeo- y el baile que no estalla nunca en la alegría de los guaraníes. Es la marca de un momento de doble apropiación: de una hacienda que fue y ya no es y de un espacio tomado y reconstituido. ¿Quién cree Andrés que es? Le preguntan ¿Quién creen ellos que es él?

    Valdivia, por fin, nos responde con claridad cuando su personaje, enfermo hasta la desesperación, es curado -contra su voluntad- por uno de los hombres sabios de la comunidad que apela al ritual ancestral. Yari, en medio del humo, nos llevará con su voz hasta la raíz misma de su cultura. En ese momento se concentra toda la intensidad de la vida. Ocurre así porque hemos sido guiados en el largo camino por una mano hábil que conecta al pueblo guaraní con la trascendencia. Se ha roto la última barrera. Andrés que no ha dejado de ser él, que no pretende otra iniciación que no sea la de sus preguntas verdaderas que nada tienen que ver con una renuncia o una negación de sí mismo o de su cultura, podrá afrontar la prueba final.

    Pero quizás el tiempo narrativo se prolonga demasiado, las pausas se arrastran hasta trabar el ritmo de lo narrado, la reflexión intelectual se convierte en una trampa y se hace demasiado evidente porque no es necesario decir o repetir aquello que los propios hechos explicitan. La recargada mirada intelectual del autor ralentiza y hace demasiado lento el relato, quitándole parte de sus extraordinarios momentos de frescura. Detrás, una banda Sonora (Cergio Prudencio) que recupera una determinada tradición musical, por momentos se apropia de la imagen y la doblega.

    En el cierre, cuando sus ojos y los de la niña se encuentren metafóricamente desnudos de prejuicios, tras la noche , la soledad y el agua purificadora del río, el karai habrá encontrado que la Tierra sin mal no es otra cosa que la palabra más allá de la mente, envuelta por el bosque, cruzada con el otro, parte del todo y constructora del todo, tan rica, intensa y creadora desde la escritura como desde la lengua, tan valiosa cuando sale de la entraña como cuando sale de la mente.