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    Journal de Comunicación Social

    versión impresa ISSN 2412-5733

    J. Com. Soc. v.5 n.5 La Paz dic. 2017

     

    ARTÍCULO ORIGINAL

     

    Cambio, descolonización y representación en los museos bolivianos
    Una reflexión sobre lo indígena y lo nacional

     

    Change, decolonization and representation in Bolivian museums
    A reflection on the indigenous and the national

     

     

    Phd. Verónica Córdova Soria1

    Correo electrónico: verosangel@hotmail.com

    Universidad Católica Boliviana "San Pablo" (La Paz - Bolivia)

    Fecha de recepción: 20/06/17
    Fecha de aprobación: 20/10/17

     

     


    Resumen:

    El artículo analiza reflexivamente las representaciones de lo indígena y lo nacional en museos de arqueología, de historia y de costumbres en Bolivia, vinculándolas con la construcción del discurso de la plurinacionalidad que acompaña el proceso político contemporáneo.

    Palabras Clave: Régimen de verdad, discurso, representación, mestizaje, plurinacionalidad.


    Abstract:

    The article analyzes indigenous and national representations in history, archeological and city museums in Bolivia, linking those representations with discourses of nation building that are part of the contemporary political process.

    Keywords: Discourse, representation, regime of truth, miscegenation, pluri-nationality.


     

     

    I. Introducción

    De acuerdo a Michel Foucault (2012) cada sociedad tiene sus regímenes de verdad: los tipos de discurso que esa sociedad acepta y hace funcionar como verdaderos, los que dan lugar a formas de conocimiento sancionadas por quienes detentan el poder. Al convertirse en regímenes de verdad, los discursos generan aparatos institucionales que se encargan de perpetuarlos.

    Uno de esos aparatos institucionales que surgieron para dar legitimidad y perpetuar los discursos de nación, identidad y conocimiento son los museos. En Bolivia tenemos de varios tipos: museos de arqueología e historia -que manifiestan la comunidad imaginada, sus líneas de tiempo, sus mitos de origen, sus destinos manifiestos; museos de arte - que canonizan estilos, que crean referentes, que sancionan lo bello; museos de costumbres y folklore- que para valorizar las culturas populares las separan de sus contextos y prácticas, hasta convertirlas en objetos de curiosidad (en el peor de los casos) o en obras de arte (con la mejor de las intenciones).

    La mayoría de nuestros museos ostentan colecciones limitadas y exhibiciones añejas, que seguimos viendo año tras año, sin descubrir más innovación que la ligera refacción en los edificios o el mínimo paso del plumero por las vitrinas. Una importante excepción es el Museo de Etnografía y Folklore: su nueva edificación en La Paz ha dado lugar a un espectacular despliegue de museografía (particularmente en su sala de máscaras).

    Los otros museos, tanto nacionales como municipales, se mantienen con estoicidad y asumen que sus exhibiciones, sus enfoques historiográficos y sus colecciones han desertan incambiables e inamovibles como la visión de historia que entronizan: una narrativa fija, donde nada cambia porque el pasado es como fue, y no se toca.

    Sin embargo, en Bolivia estamos hace ya una década viviendo una etapa que ha venido a conocerse desde el discurso oficial como proceso de cambio. Ha cambiado la distribución social y simbólica del poder, han cambiado los actores sociales y políticos, ha cambiado la Constitución, han cambiado muchas leyes, ha cambiado incluso el nombre que nos designa y representa: hemos pasado de llamarnos República de Bolivia a ser el Estado Plurinacional de Bolivia.

    La palabra plurinacional está en el centro mismo del régimen de verdad que viene implantándose en el terreno simbólico y político de esta etapa de nuestra historia. El imaginario plurinacional surge como respuesta a la homogeneidad del discurso del mestizaje que guió la formación identitaria en el siglo XX. Implica la aceptación -ya no tácita ni a regañadientes- de que los 36 grupos indígenas que habitan el territorio boliviano constituyen naciones con todos sus derechos, y que todos pueden convivir en igualdad en el marco de un Estado plurinacional (es ahí donde el término encuentra su sentido legal específico).

    Este régimen de verdad no es invento del Movimiento al Socialismo: está engranado en la lucha de los pueblos indígenas a partir de por lo menos los años 70 del siglo pasado. Logró cohesión y articulación en las reuniones, campañas y asambleas que contestaron la celebración del 5to Centenario de la conquista. Fue eje de discusión y de organización en la sociedad civil durante décadas, antes de convertirse en programa y plataforma de Evo Morales en las elecciones del 2005.

    Con estos antecedentes, el discurso de lo plurinacional puede verse como una propuesta desde abajo que terminó siendo sancionada desde el poder en una configuración única de acontecimientos. Asimismo, la elección de un indígena a la presidencia y la aprobación de una Constitución Plurinacional pueden ser vistas como una solución -más o menos consensuada- a la larga crisis de estado que durante más de una década se expresó en desafíos violentos a las formas de política, las instituciones sociales y los repertorios culturales que le dieron coherencia al Estado boliviano a lo largo del siglo XX.2

    Epitomizando ese desafío, en el año 1992 el dirigente indígena Felipe Quispe Huanca respondía a una periodista que le preguntaba por qué tomó las armas: "Porque ya no quiero que mi hija sea tu empleada". Álvaro García Linera, compañero de lucha de Felipe Quispe en el Ejército Guerrillero Tupaj Katari y actual Vicepresidente, escribe al respecto de la efervescencia indigenista de finales de los 90 e inicios del nuevo milenio:

    El Estado boliviano, en cualquiera de sus formas históricas, se ha caracterizado por el desconocimiento de los indios como sujetos colectivos con prerrogativas gubernamentales. Y el que hoy aparezcan los indios de manera autónoma como principal fuerza de presión demandante pone en cuestión precisamente la cualidad estatal, heredada de la colonia, de concentrar la definición y el control del capital estatal en bloques sociales culturalmente homogéneos y diferenciados de las distintas comunidades culturales indígenas, que existieron antes que hubiera Bolivia y que incluso ahora, siguen constituyendo la mayoría de la población (García, 2004, p.35).

    El desafío a la naturaleza discriminatoria del Estado boliviano tomó, a lo largo de las primeras décadas del siglo XXI, numerosas formas: la erosión de la legitimidad de los partidos políticos tradicionales, que terminaron desapareciendo para darle paso a nuevas opciones; el descalabro del modelo prebendal de poder llamado "democracia pactada"; la abierta confrontación de ciudadanos organizados contra el ejército y la policía en momentos de conflicto social; la toma de instituciones, la justicia por mano propia, la expulsión de funcionarios y jueces, el rehusarse abiertamente a acatar y cumplir las leyes -son todos signos de que, a pesar de la nueva Constitución y a pesar del nuevo nombre y de otros importantes cambios, todavía el conformismo moral y social esencial para sostener la continuidad de un Estado está en Bolivia lejos de haberse logrado.

    En el año 2017, mujeres indígenas como la hija de Felipe Quispe tienen muchas más posibilidades de evadir el destino de empleada doméstica. El discurso plurinacional que se ha instaurado ha ido generando regímenes de verdad y se ha ido institucionalizando: la pollera se ve con más orgullo y frecuencia en espacios antes vedados; los apellidos indígenas ya no son una rémora para ejercer la función pública; la wiphala flamea oficialmente en el Palacio de Gobierno y los retratos de Tupaj Katari y Bartolina Sisa ocupan un eminente lugar junto a los de Sucre y Bolívar.

    Se puede argumentar que estos son cambios puramente cosméticos. Que en esencia seguimos siendo una sociedad discriminadora y que falta mucho camino antes de llegar a ser la sociedad inclusiva que deseamos. Si bien la nueva Constitución y nuevas leyes han dado importantes pasos -efectivamente concretos y también simbólicos- a favor de las comunidades indígenas, las mujeres y las identidades sexuales alternativas, la verdad es que las sociedades no cambian por decreto. Hace falta también una sostenida transformación en todas las instituciones que sostienen los regímenes de verdad, la producción del conocimiento y la representación de las identidades.

    Algunas de estas instituciones se encuentran bajo la égida de un poder central detentado por el Estado: los libros de texto, los programas de enseñanza, los espacios públicos, los rituales nacionales y los museos. En casi todas estas categorías hemos visto transformaciones que apuntan a la creación de nuevos discursos, salvo en los museos. Lo que me lleva a preguntarme: ¿Cómo reflejan los museos en Bolivia las transformaciones en las relaciones sociales que se han evidenciado en casi todos los otros ámbitos? ¿Qué nos dicen hoy acerca del discurso de la plurinacionalidad y la aspiración a una sociedad sin discriminaciones?

    Este ensayo es un somero recorrido por algunos de los museos en busca de respuestas a estas interrogantes.

     

    II. Museo, colonia y descolonización

    En casi todo el mundo, el sistema público de museos está entre las instituciones generadoras de discursos más resistentes al cambio. Es probable que esto se deba a que la fundación de museos acompañó de manera cercana la formación de estados nacionales, necesitados de darle legitimidad al incipiente desarrollo de una historia patria.

    Durante los siglos XIX y XX se establecieron los museos más importantes en el hemisferio norte. La mayoría de sus colecciones fueron botín de las aventuras militares y comerciales de los poderes imperiales, que podían incursionar en regiones exóticas y llevarse consigo artefactos para ser exhibidos en la madre patria como prueba de su dominación sobre el planeta.

    Estos artefactos saqueados, y los museos donde se exhiben, contribuyeron a la formación de identidad en los estados nacionales europeos. Por un lado, los museos creaban la imagen de comunión necesaria para fortalecer el nacionalismo, al narrar una historia de superioridad cultural y tecnológica, de dominio comercial y de triunfo militar. Los artefactos propios del poder colonial, exhibidos lado a lado con los despojos extranjeros, creaban una clara demarcación identitaria: nosotros los vencedores, ellos los vencidos; nosotros los civilizados, ellos los bárbaros; nosotros los que miramos, ellos los que son exhibidos.

    El vínculo entre el imaginario imperial y la exposición de objetos y de seres cosificados y animalizados alcanzó su apogeo en las Exposiciones o Ferias mundiales que atrajeron a miles de visitantes entre 1890 y 1904. En la Feria Universal de Amberes de 1894 se exhibió una reproducción de "una aldea congoleña con dieciséis habitantes auténticos". La Exposición Trans-Mississippi de Omaha en 1898 tenía un área donde se mostraba a "las razas vencidas". Como resultado de estas ferias, que competían entre sí en espectacularidad y desparpajo, el zoológico del Bronx "adquirió" a Ota Benga, un pigmeo de la región africana de Kasai, y lo incluyó en su exhibición en una jaula propia, entre los leones y las cebras (Bradford, Verner y Blume, 1992).

    Esta idea de plantearla historia como un espectáculo de vencedores y vencidos, donde el racismo, la ciencia y el entretenimiento estaban estrechamente relacionados, terminó permeando no solamente las ferias y los zoológicos, sino también el cine etnográfico y de ficción de principios de siglo, así como las exhibiciones en los museos. A partir de esta mirada imperialista, afincada en el positivismo y el darwinismo social:

    La historia (y sus héroes) era celebrada y mostrada como una historia de progreso. Y el progreso era, a su vez, equiparado con los avances tecnológicos y la subordinación de la naturaleza al poder humano. Una sociedad tecnologizada como la europea era considerada superior a las sociedades 'primitivas' o 'estáticas' no europeas. El colonialismo -fuente de riqueza para el grupo social predominante- se justificaba por la transferencia de una forma supuestamente superior de civilización y sus valores. La arquitectura, las colecciones, los sistemas de clasificación y los estilos de exhibición de los museos reiteran y perpetúan los valores del colonialismo y el capitalismo. (MacDonald y Alfsford, 1995, p.19).

    En los países recientemente independizados de Latinoamérica, los museos se crearon también bajo influencia de discursos colonialistas. A través del desarrollo de una historia nacional propia, los proyectos independentistas intentaron quitarle legitimidad a las instituciones coloniales. Así, la excavación y exhibición de objetos del pasado "combinó el romanticismo con el nacionalismo para crear un discurso en el que las ruinas de las ciudades pre-hispánicas y los fragmentos rescatados de culturas antiguas proveían de una justificación para sentimientos de nostalgia y pérdida, que finalmente se canalizaron hacia reivindicaciones nacionalistas" (Shetlton, 1995, p.73).

    La formación de estados nacionales en América Latina implicó un sangriento y doloroso proceso de descolonización. Sin embargo, las estructuras coloniales no se abolieron junto al régimen colonial. Al contrario: las rígidas jerarquías sociales instauradas en la colonia sobrevivieron y hasta se hicieron más duras después de la independencia, perpetuando formas institucionalizadas de discriminación contra indios, negros o cholos.

    De hecho, la relación simbólica del Estado nacional con su historia colonial fue mucho menos que problemática. Como el historiador Bradford Burns afirma:

    La independencia de las nuevas naciones demostró casi inmediatamente ser meramente nominal, pues las élites gobernantes continuaron espiritualmente ligadas a Iberia, culturalmente alineadas a Francia y económicamente dependientes de Gran Bretaña. Los grupos de poder solían confundir sus propios intereses con los intereses de la patria, una identificación que era tanto más errónea dado que no eran más que el 5% de la población(Brandford, sin año, p. 81).

    Como resultado, la herencia colonial de nuestros estados es celebrada como un ticket de ingreso a la civilización, y sus reliquias históricas se conservan con orgullo y se exhiben como prueba de la sangre azul heredada de los españoles. Un ejemplo que me viene a la mente es la manera en que se conmemora en Sucre el levantamiento anticolonial del 25 de Mayo: con un desfile de antorchas por las calles coloniales y blancas de la ciudad, los orgullosos ciudadanos vistiendo levitas, sombreros de copa y vestidos largos, como para dejar claro qué lado de la batalla simbólica están conmemorando.

    Muy poco hay en los museos bolivianos acerca de la etapa vergonzosa y cruenta en la que fuimos colonia. Quedan calles, iglesias y monumentos que recuerdan la imposición de formas de construcción, diseño y distribución urbana ajenas a las que existían antes de la conquista. Quedan museos sacros, iglesias coloniales y salas de arte donde se coleccionan imágenes de vírgenes enjoyadas, santos demacrados, cristos sufrientes; quedan infiernos pintados donde se quema idólatras y se celebra la tortura de aquellos que se rehúsan a aceptar al dios cristiano. Muy poco nos dicen esos espacios de la verdadera naturaleza represora de la colonia. Nada nos dicen del infierno de la mita, nada nos dicen del saqueo y de la muerte y la desesperanza que toda conquista y colonia necesariamente implican.

    El único museo que cuenta de algún modo esa historia trágica es la Casa de la Moneda. Y lo hace de forma oblicua: mostrándonos colecciones numismáticas, celebrando la riqueza del cerro y el puente de plata que podía tenderse entre Potosí y España. La Casa de la Moneda es eso: un espacio que conmemora la plata, y no llega a hacer ni un minuto de silencio por los millones de mitayos sacrificados para obtenerla.

     

    III. Civilizaciones petrificadas

    En Bolivia, como en otros países latinoamericanos, los sitios arqueológicos y los museos dedicados a ellos jugaron un rol importante en la construcción del régimen de verdad republicano. Tiwanaku, por ejemplo, es valorado, estudiado y presentado como una muestra de la inteligencia, laboriosidad y capacidad de nuestros gloriosos antepasados. Lo que rara vez se menciona, sin embargo, es la relación entre esa admirable civilización y los indígenas que a principio del siglo XX vivían en condiciones de esclavitud en los alrededores del sitio arqueológico.

    Artefactos tiwanakotas o de culturas anteriores se exhiben en museos en casi cada ciudad boliviana. En algunos casos, estos artefactos forman parte de colecciones de Museos de Historia Natural, donde el hombre es parte de una naturaleza edénica y los artefactos y huesos de hombres antiguos comparten vitrina con piedras fósiles y felinos momificados.

    La mayoría de las piezas prehispánicas, sin embargo, encuentran su lugar de exhibición en Museos Arqueológicos. Como resultado de ello, las culturas, formas de vida, tecnología y espiritualidad de nuestros antepasados prehispánicos se nos cuenta a través de un revoltijo de vasijas, monolitos, puntas de flecha y diademas de oro y plata. Exceptuando los cráneos trepa nados y algunas chullpas solitarias, no hay personas en los museos arqueológicos. No encontramos en sus exhibiciones seres pensantes y amantes, seres creativos, seres violentos, seres humanos. Las inscripciones y explicaciones nos hablan de materiales, de técnicas o de usos, no nos cuentan historias de sociedades, ni de familias, ni siquiera de individuos. Los mapas que acompañan las exhibiciones no nos dan un contexto social, sino una explicación geográfica; las piezas más importantes excavadas en Tiwanaku, los llamados monolitos, no ostentan nombres que nos acerquen a su representación o siquiera a su función: llevan los nombres de los arqueólogos Ponce y Bennett.

    En los museos arqueológicos que albergan artefactos, momias y arte prehispánico los objetos son exhibidos como piezas sueltas, descolgadas de su contexto; o son combinadas en vitrinas bajo criterios meramente materiales: cerámica junto a cerámica, oro con oro, piedra junto a piedra. No importa si, bajo esa lógica, conviven en las vitrinas el retrato cerámico de un patriarca y el plato con el que se tomaba sopa; es, como diría Discépolo, la biblia junto al calefón.

    Así, al arrebatarle a los artefactos prehispánicos la humanidad que subyace en su creación, en su simbología y en su uso, se está efectivamente petrificando a la civilización que los ha creado. Se está creando una distancia inconmensurable entre el niño que hoy observa el objeto y los antepasados que lo crearon. No hay identificación posible entre nosotros y ellos: no hay un vínculo humano que nos permita sonreír ante sus triunfos y lamentar su derrota. Podemos admirar sus habilidades, pero no comprendemos su imaginario ni lo vinculamos con las prácticas y los símbolos que todavía hoy compartimos con ellos. El enfoque materialista con el que aprehendemos nuestras culturas originarias ha logrado, en última instancia, deshumanizarlas y hacerlas ajenas, no sólo para los visitantes mestizo-urbano-globalizados, sino incluso para los propios descendientes de esas culturas antiguas. El historiador Aymara Carlos Mamani lo explica:

    Hasta hace no mucho, antes de la reforma agraria de 1953, el indio no era siquiera considerado como persona, no tenía los más elementales derechos ciudadanos. A partir de la llamada revolución nacional de 1952 se intentó neutralizar la rebeldía india otorgándonos algunos de estos derechos; en tal sentido fuimos "integrados" con la condición de despojarnos de nuestra herencia cultural, la cual debía pasar a los museos, enajenada y convertida en simple reminiscencia de un pasado muerto. (Mamani, 1992, p.1).

    El asesinato del componente indígena de nuestra identidad nacional se evidencia también en las líneas de tiempo que ordenan nuestra historiografía, donde lo indígena es visto como "antecedente" de una historia que solamente adquirió su mayoría de edad con la invasión colonial europea y el establecimiento de cánones políticos occidentales en la República. Esto se evidencia en las cronologías que ostentan nuestros museos como fuerza organizativa: las culturas indígenas se ordenan en horizontes tempranos o tardíos, se suceden unas a otras, emergen o son absorvidas, pero todas ellas terminan con la invasión colonial y el establecimiento de la república. Ya no existen indios en Bolivia, parecen decir las cronologías, se acabaron con la llegada de la colonia.

    Esa fue justamente la esencia del regímen de verdad republicano: eliminar las diferencias internas, establecer una nación homogénea, moldeada a imagen y semejanza de Europa y Norteamérica. Modernizar la patria a toda costa, traer industrias y trenes, enseñar español, importar colonos de ojos verdes, limpiar la sangre y, con suerte, desinidianizar a los indios para superar la rémora que ellos representan. La aspiración modernizadora de las élites republicanas se fundía claramente con el discurso del mestizaje: ya no hay indios en Bolivia, todos somos ciudadanos bolivianos.

    Al rehusarse a reconocer a las poblaciones indígenas como descendientes de las admiradas civilizaciones pre-hispánicas, la historiografía criolla representada en museos e instituciones académicas perpetuó su exclusión del proyecto nacional, a la vez que entronizaba una historia truncada que distorsionó seriamente la realidad social de sus países.(Shelton, 1995, p.79).

    Al privilegiar un enfoque materialista y tecnócrata, que tiene como resultado oscurecer la continuidad entre las culturas prehispánicas y las culturas indígenas contemporáneas, los museos arqueológicos evaden su responsabilidad de ser ante todo museos de historia.

     

    IV. Coda: el sitio de Tiwanaku y sus chullpas

    En el año 2000 las comunidades Aymaras de la zona de Tiwanaku tomaron las instalaciones del Instituto Nacional de Arqueología, el sitio arqueológico y los dos museos que lo acompañan. Su demanda era el control y la administración del complejo arqueológico que, de acuerdo a sus dirigentes, les pertenecía por haber sido construído por sus ancestros.

    Después de largas negociaciones, se llegó a un acuerdo que sigue vigente: las comunidades han capacitado jóvenes para ser guías en el sitio y los museos, se turnan para participar en la administración del sitio y reciben un porcentaje de los ingresos. En su momento pensé que era un paso importante hacia la auto-representación en ese importante sitio arqueológico.

    Sin embargo, ni en la lista original de demandas ni en el acuerdo firmado posteriormente aparece ninguna solicitud por parte de las comunidades Aymaras de modificar, eliminar o añadir algún elemento en las exhibiciones de los museo, ni de transformar el punto de vista o las representaciones que éstos hacen de sus ancestros.

    En particular me intrigaba la reacción que podían tener los comunarios Aymaras de la exhibición en vitrinas, junto a trozos de cerámica y piedra, de cráneos pertenecientes a sus antepasados. O la impresionante exhibición de una momia tiwanakota, que se erige en un fanal en el centro de una de las salas del museo. En muchos museos del mundo los pueblos indígenas han reclamado por la exhibición poco respetuosa de sus antepasados, y han reclamado que les sean devueltos para enterrarlos de forma tradicional y brindarles el respeto que se merecen como restos humanos. Esa demanda no estaba presente en la revuelta de las comunidades tiwanakotas, y me pareció interesante indagar qué piensan los Aymaras de la exhibición de restos humanos tan excenta de protocolo y respeto en los museos arqueológicos.

    Conduje entonces una serie de entrevistas en Tiwanaku, tanto entre visitantes comunes como entre los dirigentes de las comunidades que custodiaban el sitio como parte del acuerdo con el Ministerio de Culturas. Ninguno de los entrevistados encontró nada de malo, ética ni culturalmente, al respecto. La mayoría justificaba la exhibición de la momia como una manera de mostrar cómo los tiwanakotas enterraban a sus muertos. Uno de los Jilakatas, Marcelino Carwani, me dijo: "La momia nos enseña, nos muestra cómo se comportaban nuestros antepasados, nuestros abuelos. Cómo tenían ellos su propio pensamiento" (M. Carwani, comunicación personal, 24 de septiembre de 2014).

    Queda evidente en esta entrevista que los Aymaras sí consideran a los tiwanakotas sus abuelos, hacen esa relación y ese vínculo. Sin embargo, no se meten a cuestionar cómo están siendo representados y exhibidos, bajo qué criterios, con qué enfoque y en particular mostrando qué grado de respeto.

    Me atrevo a proponer que una de las razones para esta actitud, aparentemente indiferente, puede encontrarse en la distancia que se ha generado entre objeto que se exhibe y sujeto que mira, entre nosotros que miramos y ellos, que son objetos exhibidos.

    Un profesor rural que entrevisté en Tiwanaku usó la palabra "domesticado" para referirse a la momia en el museo. Recontó el respeto y veneración que se tiene por los chullperíos en las comunidades Aymaras, pero cuando le pregunté porqué no se veneraba de la misma forma a la momia que languidece en el museo me dijo: "Es que ésta (momia) ya está domesticada, todos ya la han visto, todos la vemos. Está ya aquí afuera, en la luz. Si hubiera estado en su chullpa habría sido distinto" (J. Santos, comunicación personal, 24 de septiembre de 2014).

    Voy a acudir a la Teoría del Cine para tratar de explica resta tendencia a reconocer al otro como antepasado, pero no llegara identificarse con su versión "oterizada" y exhibida en un museo. Baso esta analogía entre ser espectador en un museo o en el cine en el hecho de que ambas experiencias tienen en común una mirada a historias representadas por imágenes de personas y objetos ausentes.

    En el cine, así como en una visita al museo: "las imágenes y sus espectadores no comparten el mismo espacio y tiempo, como sucede en el teatro por ejemplo; existe una esencial sensación de ausencia en el centro de la representación" (Stam, 1998, p.140). Tanto en el cine como en el museo existe una fundamental segregación de espacios entre el observador y los objetos-personas observados. En el cine, es la pantalla la que divide la experiencia de observar y las representaciones que se presentan para ser observadas. En el museo esta división se genera por las vitrinas y por la convención que prohíbe al visitante tocar o interactuar con los artefactos en exhibición.

    La Teoría del Cine nos provee con una herramienta interesante para dilucidar la relación entre objeto observado y sujeto que observa que está presente tanto en la experiencia cinematográfica como en la visita al museo. De acuerdo a Laura Mulvey, los códigos cinematográficos convencionales imponen un punto de vista masculino, definido como la perspectiva del enunciador cuya mirada domina la narrativa. La imagen de la mujer, recreada en el cine para ser vista y deseada, es ofrecida a un espectador que se asume masculino. Así, mientras el cuerpo femenino es transformado en objeto para la mirada, las espectadoras en la sala son forzadas a identificarse con la mirada masculina si quieren completar la experiencia narrativa (Mulvey, 2000).

    Me permito especular que un proceso similar sucede cuando comunarios Aymaras visitan el museo de Tiwanaku y se ven a sí mismos y a sus ancestros cosificados en las exhibiciones. La reacción predominante (que se ha medido también en las mujeres que van al cine) es asumir una distancia alienante que les permite identificarse con la mirada del otro. Así, en lugar de identificarse y asumir empatía con la momia de sus ancestros exhibida como objeto en una vitrina, se identifican con el sujeto de la mirada: los enunciadores del discurso museográfico, que son en última instancia los arqueólogos extranjeros o criollos que crearon la exhibición y la siguen administrando (pues la co-participación en la administración del museo solamente recae en la recaudación de boletos).

    Se cierra así, limpiamente, el círculo planteado: el enfoque materialista de las exhibiciones (y del discurso dominante del mestizaje republicano) ha roto el vínculo identitario entre las gloriosas civilizaciones precolombinas y sus descendientes contemporáneos. Las transformaciones en el discurso del Estado Plurinacional que han permitido una participación de las comunidades Aymaras en la gestión del museo, pero que no han llegado a restablecer ese vínculo esencial, ni a generar una verdadera demanda por auto-representación por parte de los pueblos indígenas en los regímenes de verdad que se van generando.

     

    V. Conclusiones

    Debido al desarrollo desigual y combinado por el que pasan las sociedades postcoloniales, en ellas el proceso de modernización no implicó la eliminación de tradiciones y culturas consideradas pre-modernas. De la mezcla de culturas indígenas, europeas y africanas, de la influencia católica, de los mitos prehispánicos y de los mensajes de los medios masivos contemporáneos han surgido culturas nuevas, culturas híbridas que no manifiestan una visión del mundo fija, sino un entramado donde la tradición se enlaza con las influencias de la modernidad y de los medios de masas. Se generan así nuevos sentidos y valores que le permiten a lo tradicional no sólo sobrevivir el influjo de los global, sino incluso penetrarlo y transformarlo.

    Los museos han sido incapaces de capturar la naturaleza cambiante y viva de las culturas populares en Bolivia -muchos ni siquiera lo han intentado. Los museos de arte raras veces incluyen en sus colecciones piezas o manifestaciones del arte popular, podría suponerse que debido a la idea de arte que entronizan: El arte que merece un espacio en sus paredes es el arte sancionado por las escuelas clásicas europeas- la pintura, la escultura, el grabado. Para ser sancionado como obra de arte, el objeto debe tener un autor conocido. No es arte aquello que ha sido creado por alguna razón que no sea el deleite estético.

    Una interesante excepción es el Museo de Arte Indígena de ASUR, en Sucre. Allí, tejidos de los pueblos Tarabuco y Jalqa son exhibidos como obras de arte, entronizados en la pared e iluminados con la delicadeza que una pintura mereciera. Los nombres de las artistas (mujeres, todas ellas) se destacan junto a la obra. Se rompe así la idea de que las manifestaciones de las culturas no occidentales sólo merecen el calificativo de artesanía, y se pone en valor el tejido andino como una forma de expresión artística que merece un lugar en los museos de arte y no sólo en los museos costumbristas.

    En Museo de Etnografía y Folklore de La Paz también exhibe en una de sus salas obras textiles, y en otra arte plumario de las zonas bajas de Bolivia. En este caso, la museografía sigue el dictado tradicional del museo costumbrista: las piezas se coleccionan como manifestaciones de grupos culturales (y no como expresión artística de individuos) y se exhiben con menos énfasis en su valor estético y más en sus funciones utilitarias.

    Un caso que me interesa explorar, para terminar este somero recorrido, es la exhibición permanente sobre la festividad de Alasitas en el Museo Costumbrista de La Paz.

    Se trata de una sala en la que se exhiben una serie de figuras del Ekeko, recolectadas a lo largo del Siglo XX y lo que va del XXI. Hay piezas de teso, de madera, de cuero y de metal. Ekekos antiguos, cargando en sus espaldas colchones de paja y tambores de coca; Ekekos setenteros, que llevan a cuestas refinerías de petróleo y hasta una bomba atómica; Ekekos contemporáneos, cargados de computadoras, comestibles de marca y tarjetas de crédito.

    La exhibición es simpática, no hay duda de eso. Pero a pesar de sus intenciones falla a la hora de capturar la esencia de una festividad: un minuto en el año en el que los paceños entramos en un delirio colectivo. Un solo minuto, a las doce en punto el 24 de Enero, en el que lo sueños individuales y colectivos de la sociedad se materializan en objetos pequeños. Un solo minuto en el que podemos ver, concretamente, las esperanzas de nuestra sociedad y sus transformaciones; un solo minuto, antes de que se transformen en meras artesanías.

    El Ekeko, al centro de esta maravillosa manifestación colectiva, es un ícono importante. Los objetos que lleva cargados son, efectivamente, una limitada muestra de la enorme variedad de sueños, deseos e ilusiones que se compran el 24 de enero. Pero no es suficiente.

    Alasita no es un evento que tiene lugar un día al año, sino un proceso continuo en el que artesanos se apropian de los contenidos simbólicos de los medios masivos y los plasman en novedades en miniatura que necesariamente guardan relación con campañas publicitarias exitosas, con cambios sociales notorios, o con la introducción al mercado de objetos de consumo específicos.

    La aparición en la feria de Alasitas de condones en miniatura, por ejemplo, coincide con una agresiva campaña de USAID para posesionar en el mercado estos productos, en especial la marca Pantera. La inclusión del SOAT y otros documentos legales en la venta de vehículos en miniatura está en directa relación con el endurecimiento del control estatal y social sobre la legalidad en la compra-venta de estos objetos de consumo. La creación de nuevas universidades y carreras va seguida de cerca con la emisión de títulos profesionales en miniatura equivalentes. El incremento de la migración de bolivianos a Europa viene acompañado por la emisión en miniatura de Euros y de los documentos requeridos para el exitoso paso por las fronteras.

    Estas relaciones no pueden hacerse solamente mirando a los objetos en miniatura. Si se los separa del contexto ritual en el que se compran y venden, estos objetos no son más que artesanías sin valor simbólico. Tampoco puede verse las relaciones entre lo global y lo tradicional fotografiando sólo los espacios físicos que ocupa la Alasita en un particular día al año. Es necesario mirar al país, a las campañas publicitarias, a las noticias, a los deseos colectivos y a los sueños personales que brotan a la luz pública el 24 de Enero. Es necesario seguir el proceso que viven los artesanos para elegir sus modelos y crear sus miniaturas, es necesario verlos en su andar por todo el país vendiendo esos mismos sueños en escenarios distintos. Es necesario rastrear la Alasita a lo largo del tiempo, desde sus oscuros inicios precolombinos hasta su consolidación en el imaginario urbano; desde su etapa de marginalidad hasta su total señorío.

    Una exhibición de Alasitas tendría que por lo menos intentar hilvanar esas relaciones, traerlas a colación, mencionarlas. Sólo así puede capturar la riqueza de la cultura populary mostrar su vitalidad: muy lejos de sobrevivir pasivamente, ella toma de la modernidad lo que le conviene y descarta o transforma de la tradición lo que ya no le sirve.

    Quizás la fluidez de la cultura popular es justamente lo que necesitamos en los museos: la vitalidad para adaptarse y transformar, la valentía de cambiar junto a la sociedad, la inteligencia para combinar lo indígena, lo nacional y lo global a fin de retratarnos a nosotros mismos como realmente somos -o como queremos que nuestros hijos se vean a sí mismos en el futuro.

     

    Notas

    1 PhD. en Estudios Culturales y M. Phil en Guión para Ficción y Documental por la Universidad de Bergen (Noruega). Guionista graduada de la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños (Cuba). Cineasta y Docente de la Universidad Católica Boliviana.

    2 De acuerdo a Max Weber, un Estado puede ser definido como una organización política obligatoria y continua que mantiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza. La continuidad del Estado se sostiene en una red de instituciones y sistemas de creencias capaces de generar entre gobernantes y gobernados "un conformismo social y moral, que se materializa en ciertos rituales y repertorios culturales" (Nugent, 2002).

     

    VI. Referencias Bibliográficas

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