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    Fuentes, Revista de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional

    versión impresa ISSN 1997-4485

    Rev. Fuent. Cong. v.11 n.50 La Paz jun. 2017

     

    ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN

     

    Las ordenanzas de cabildo: continuidad e innovación
    en la América
    Hispana

     

    Calbildo ordinances: continuity and innovation
    in Hispanic Amercia

     

     

    José Miguel López Villalba*
    *Miembro del Comité Científico Internacional de Fuentes. Doctor en Historia. Profesor Titular de
    Paleografía y Diplomática en la Universidad Nacional de Educación a
    Distancia UNED, España,
    jlopez@geo.uned.es
    Recepción: 20 de mayo de 2017 Aprobación: 30 de junio de 2017 Publicación: Junio de 2017

     

     


    Resumen

    El periodo medieval ibérico conoció la lenta reconstrucción del mundo urbano que se había destruido con motivo de la invasión musulmana a comienzos del siglo VIII. Los siglos posteriores fueron testigos de una repoblación rural que sirvió de puente a la recuperación de las ciudades como centros de poder económico, político, eclesiástico y militar. Tras la llegada de los españoles a las tierras americanas hubo una adecuación de aquel viejo sistema a las nuevas propuestas urbanas que necesariamente surgieron en toda Hispanoamérica. Las leyes que controlaban el desarrollo de la vida cotidiana se multiplicaron debido a la complejidad de las nuevas ciudades. Entre dichas normas se pueden encontrar algunas que hacen referencia a situaciones que se producen fuera de los límites urbanísticos de la localidad, pero que resultan sumamente necesarias para la mejora de sus actividades. Se promueve desde estas páginas una propuesta de estudio a ciertas ordenanzas locales de la ciudad de La Plata, epicentro del mundo administrativo de la provincia de Los Charcas.

    Palabras clave: Colonia; Ordenanzas urbanas; Ciudades, caminos, montes, molinos; La Plata de los Charcas.


    Abstract

    The medieval Iberian period saw the slow reconstruction of the urban world that had been destroyed by the Muslim invasión at the beginning of the 8th century. Later centuries witnessed a rural repopulation that served as a bridge to the recovery of cities as centers of economic, political, ecclesiastical and military power. After the arrival of the Spaniards to American lands, there was an adaptation of that old system to the new urban proposals that arose in all the Spanish America. Laws controlling daily life multiplied because of the complexity of the new cities. Among these laws, some refer to situations occurring outside the city limits —but extremely necessary for the improvement of urban activities. This paper proposes a study of a number of local ordinances of the city of La Plata, the epicenter of the administrative world of Los Charcas province.

    Keywords: Colony; Urban ordinance; Cities, roads, hills, milis; La Plata de los Charcas.


     

     

    1. Introducción

    En anteriores publicaciones he venido sosteniendo que los grupos dispersos de hombres y mujeres que emprendieron la repoblación del centro geográfico de la Península Ibérica, tras los arduos avatares de la primera reconquista cristiana en amplias áreas de las mesetas castellanas, se transformaron al cabo de un tiempo breve en comunidades regularizadas (López Villalba, 2006, pp. 339-363). Unas colectividades en las que podemos reconocer desde los momentos de su instalación un objetivo claro, la normalización de sus acciones de cara al bien común por medio de la "consuetudo", como acopio de tradiciones consolidadas (Corral García, 1988). Que duda cabe que dicho propósito fue indispensable para la supervivencia de los nuevos hábitats, que sin unos criterios de comportamiento se hubiesen transformado en ingobernables. Por otro lado, el paso del tiempo fue imponiendo otra de las particularidades en que deviene toda repoblación o nueva fundación, el arraigo en los lugares como tierras inclinadas a ser moradas a perennidad.

    Aún existe en la historiografía española un amplio y enconado debate sobre las diferentes iniciativas de vecindad y las que resultaron más acostumbradas en los comienzos de la transición del mundo antiguo al medieval. No son pocos los autores que han basado sus estudios en el carácter primitivista o germanista que define la instalación de los iniciales asentamientos en los siglos VIII-X (Barrios, 1985, pp. 33-82). Aún sin profundizar en el desarrollo de esta sociedad en evolución se observan tres modelos de organización rural basados en la herencia de la Hispania visigoda según la teoría de García de Cortázar (1988): la villa o explotación en coto redondo, la comunidad de aldea y la comunidad rural de tierra.2 Con posterioridad, por medio de un lento pero incontenible impulso se llegó el triunfo del modelo de aldea como modelo hegemónico de interrelación social durante la plena edad media, por aportar los rasgos más apropiados para el sostenimiento indispensable en una sociedad masivamente rural.

    En los siglos posteriores, el susodicho mundo agrario asistió a una ratificación del modelo de dominio señorial, con una creciente sumisión y jerarquización de las masas campesinas. La adaptación a mejores modelos de vida cotidiana que aportó la lejanía de la frontera, sobre todo en los siglos XIV y XV, trajo consigo un mayor crecimiento de las ciudades que pasaron de modelos embrionarios a localidades de reconocida importancia y, en las cuales, rápidamente los grupos privilegiados asumieron el papel de controladores sobre una sociedad urbana inconexa que no acertaba a encontrar vías de escape a sus problemas.

    En cualquier caso, aldeas, villas o ciudades necesitaron de unas normas de convivencia. Los particularismos de los diferentes modelos de coexistencia generaron una ley cotidiana que fue aportando soluciones que consolidaron con las fórmulas primigenias que habían otorgado los señores de dichos lugares por medio de Fueros y Cartas pueblas. Los primeros resultaron del producto de un pacto repoblador entre la Corona y los nuevos pobladores que obtenían una carta de libertades a cambio de ir asentándose en las zonas fronterizas. Un sistema similar, pero procedente de los señores de las familias nobiliarias civiles y eclesiásticas dio lugar a las llamadas Cartas pueblas (García Ulecia, 1975).

    En definitiva, el mundo medieval hispano resultó, en todos los aspectos económicos y sociales, un espacio de cambios continuos aunque siempre desde el control de la Corona y los grupos nobiliarios. En la faceta del ámbito urbano conoció de madrugada una versión pretendidamente autónoma de gobierno y de este modo pudo entrar en una fase de creatividad, dando lugar a un transcurso inagotable de innovación legislativa que gestionaba las poblaciones (Ladero Quesada, 1999).

     

    2. Las ordenanzas en el mundo urbano novohispano

    El encuentro de los españoles de unas tierras ignotas en el supuesto medio del océano Atlántico comportó un giro espectacular en el devenir histórico del continente americano. La inmediata invasión trajo consigo un mundo antiguo y perfectamente consolidado, que hubo de adaptarse a los cambios de toda índole que se sucedieron en los nuevos dominios. No fue el menor el desarrollo exponencial de la vida urbana que intentó desde los primeros momentos guardar una simetría con sus lejanos orígenes. De este modo, las ciudades que nacieron y se desarrollaron urbanísticamente a lo largo del continente hispanoamericano, no lo hicieron en ausencia de reglas bien determinadas, muchas de herencia metropolitana, que llegaron a acumular una doble substancia en su contenido, según palabras de Domínguez Compañy (1982). En primer lugar, la lectura de cualquiera de las innumerables ordenanzas de cabildo nos indica cuáles eran los auténticos problemas que preocupaban a los habitantes de cada urbe para la consecución del mejor desarrollo de sus céntricos viales, sus plazas, sus barrios periféricos, en definitiva, de su vida diaria. En segundo lugar, dichos documentos nos descifran una progresión en el conocimiento de los diversos intentos de reconducir dichos problemas por parte de las potestades municipales, invariablemente en aras de su solución más recomendable y a ser posible más consensuada. Con ello se pretendía, en unas ocasiones la adquisición de unas mejoras puntuales, en otros, el perenne compromiso solucionador, que, en todo caso, aportasen eficacia en el progreso de la existencia usual de los vecinos y moradores de las mismas. Estamos de este modo ante una fuente de información de descomunal importancia que siempre se ha de valorar positivamente porque dichos preceptos establecen un alto grado de información para la vida urbana en la colonia. Del mismo modo, entre los heterogéneos capítulos que componen las leyes municipales u ordenanzas se pueden encontrar otros capítulos con disposiciones de la más variada naturaleza.

    Las ordenanzas de cabildo podían ser dictadas por el gobierno municipal, pero igualmente se necesitaban de la aprobación de autoridades superiores que en otras ocasiones las imponían directamente, siendo lo más frecuente las dictadas por los mandos delegados de la Corona, según el régimen que utilizaban los conquistadores, tal como las Gobernaciones, las Reales Audiencias o los Virreinatos. Finalmente, podían emanar directamente de la Corona, último eslabón de potestad en un mundo plenamente estratificado.

    La generalidad de las poblaciones nacidas en los primeros momentos de la conquista-repoblación lo hicieron de modo espontáneo sin seguir unas normas preestablecidas, más allá de las puramente lógicas, entre las que estarían las meramente defensivas y económicas, que garantizasen su supervivencia a la vez que un régimen vital de cierta comodidad. Este sistema de estructuración de los asentamientos que se preparaban para los recién llegados tenía un carácter de involuntariedad en muchas de sus acciones, porque se movían entre la incertidumbre que genera lo desconocido y la certeza que componía la experiencia aportada por el devenir urbano de la metrópoli. Por otro lado, esta práctica no había servido a las localidades de la Castilla para lograr unos niveles de autonomía de mayor extensión en la etapa final del medievo, pero que en el caso de los municipios ultramarinos, sobre todo debido a la lejanía geográfica de la Corona, proporcionó desconocidas dimensiones de actuación a los centros de poder urbano.

    Los conquistadores, igualmente llamados descubridores en terminología de la época, entendieron la necesidad de consolidar las tierras adquiridas por las armas a través de algunas leyes, aunque fuesen de rango menor pero que permitiesen, tanto el perfeccionamiento de las actuaciones que se llevasen a cabo para solventar los casos concretos del acontecer diario, como la legalidad de las mismas. Indudablemente, aunque todos los intervinientes en el transcurso de la ocupación podían acogerse a este sistema, solamente los personajes principales que participaban en dicho proceso tenían la facultad de llevar a cabo la redacción de un cierto corpus documental más completo que les permitiese crear un método que garantizase el completo ejercicio de gobierno de los nuevos pueblos de españoles.

    Es cierto que aquellas iniciales normas aparecieron en el contexto de las primigenias adquisiciones territoriales dentro de un sistema revuelto y poco definido. Tanto fue así que se dictaron las normas sin que hubiese una regulación general de las mismas por parte de la Corona. Lo cual equivale a decir que se decidieron por una política de hechos consumados, en algunos casos en el limite de la actuación ilegal. Hubo de pasar más de medio siglo para que desde la Corte se decidiesen a normalizar la facultad de los Cabildos para que los gobiernos municipales pudiesen dictar sus propias normas, lo cual llevaban haciendo desde hacía décadas.4

    Como bien recordaba Mariano Valiente Ots (1996, pp. 47-58), es siempre conveniente la revisión del estudio del profesor Muro Orejón sobre el concejo de la ciudad de Sevilla y el análisis realizado sobre la trascendente influencia que tuvo dicho concejo andaluz en la constitución de los cabildos hispanoamericanos (Muro Orejón, 1960, pp. 69-85). Lo que se advierte en este clarividente trabajo es que había un traspaso de los valores medievales de entendimiento comunal hacia los nuevos asentamientos. Una cualidad que se volverá recurrente por parte de todos aquellos cabecillas de los primeros momentos del descubrimiento, los cuales, sin mayor discernimiento legislativo, actuaron para una progresiva instalación del bien común, una vez salvaguardados los intereses propios, por medio de códigos puramente medievales dictados a través de sus prerrogativas, sin aportar mayor información para lograr un mejor conocimiento por parte de la Corona. Es por ello que llegados al año 1548, la monarquía adoptó ciertas medidas y por medio de una Real Cédula se les reconoció una facultad que ya usaban, pero lo que se estaba haciendo desde la cancillería real era inaugurar un proceso de intervencionismo, propio del Estado Moderno. Años más tarde, el 13 de julio de 1573, se produce la publicaciónde unas nuevas ordenanzas al efecto que insisten en los mismos conceptos, porque igualmente se recuerda que dichas normas municipales no tendrán ningún valor sin la conformidad real.5 Dichas normas aprobadas por el rey Felipe II en el bosque de Segovia, obedecían a la conocida escasez de normativa superior y a la falta de resultados positivos de la misma debido a su dispersión y a veces a su incoherencia.

    La consumación pausada, pero inexorable, de la intervención real que encaminase toda la situación hacia el completo desarrollo del citado modelo de Estado, estaba en marcha, por lo tanto, era el momento adecuado de olvidar las improvisaciones que guiaron a los descubridores y atender a políticos y canonistas. Todo un universo que pretendía evolucionar guiado por las ideas, entre otros, del esforzado Juan de Ovando, amante de las leyes en modo extremo, y presidente, a la sazón, del Consejo de Indias (Poole Sttaford, 2004).

    En otro orden de cosas, no se debe dejar de lado que, debido a la extensión geográfica y la complejidad política de lo conquistado, se produjo una continua superposición, y en ocasiones compleja, de poderes, de tal suerte que se dictaban normas análogas por varias instituciones a la vez. Esto produjo un solapamiento de instrucciones que no por ello logró desde los primeros tiempos la imposición de uniformidad requerida en la normativa urbana, aspecto que se observará muy tardíamente, sobre todo en el siglo XVIII, con el desarrollo político de los Borbones y sus dictados mucho más generales, por medio de las Intendencias. Pero la realidad acabó imponiéndose y las reglas se fueron aplicando de modo equivalente, puesto que entre ambos hechos los problemas que las creaban eran parecidos. Como observa Valiente Ots, entre las normas dictadas por Hernán Cortés y los bandos de buen gobierno del siglo XVIII hay muchas similitudes a pesar de las colosales distancias espaciales y las conocidas desigualdades intelectuales entre las diferentes civilizaciones prehispánicas y el resultado conclusivo tras la posterior inmersión cultural y personal con los españoles. Además se debe valorar que existen dos siglos de diferencia y que, en medio de este largo tiempo, se produjo la actuación de virreinatos y audiencias, que como las grandes instituciones coloniales, disponían, junto con la Corona, del poder de la aprobación final.

    Hemos de entender que el mundo que se labraba en el lejano continente americano no dejaba de ser un conglomerado de intereses particulares, muy lejos de la pretendida vida solidaria y democrática que algunos estudiosos han querido ver en los rudimentos de la vida ciudadana en la colonia. Cualquier avance en la construcción de dicho cosmos urbano debía contar con la aprobación de los auténticos dueños de la situación: los primeros grupos de encomenderos, que fagocitaron todo el poder en aras de su beneficio. Por ello, las pretendidas controversias democráticas se fueron tornando en divergencias entre los citados individuos que, bajo el amparo de su labor en favor de la protección de los naturales junto con el ejercicio de su representación como vecino de la nueva población, llegaron a crear una suerte de prerrogativa con la que acaparaban el dominio de las diferentes actividades locales en contra de los intereses de la Corona, y, por lo tanto, de los representantes de la más alta institución.

    La vida diaria de los habitantes de las villas y ciudades en la mayor parte de las ocasiones se hallaba lejos de aquellos quehaceres sobresalientes que se cimentaban detrás de la puerta del cabildo por los gobiernos municipales. Para regular unos y otros intereses se confeccionaron las ordenanzas, pero en muchas ocasiones, llegado el momento de la redacción final y de la posterior diligencia y aprobación, quedaban sin reflejar claramente algunas obligaciones o compromisos, sobre todo en lo que al trabajo del funcionariado cabildar se refería (Valiente Ots, 1996, p. 52).

    Es ciertamente notable como en este sentido se establece una manifiesta diferencia entre las normas dictadas para las oficinas propias de las instituciones reales, tales como Audiencias o Gobernaciones, y las redactadas para los cabildos, aunque su composición viniese dictada desde la metrópoli. Las primeras ideadas en una mayor solemnidad fueron resultantes de la idea de control sobre los más elevados organismos del armazón jurídico de la américa hispana. En cuanto a las instituciones superiores, las normas pasan por un periodo en el que destacan dos actuaciones: definir y crear, pero igualmente aportar un perfil del gobierno superior para una percepción más despejada que habrían de alcanzar los mismos destinatarios que debían ser contralados por dichas instituciones. Nos hallamos ante algunos de los objetivos en la producción de las normas de autocontrol institucional.6

    En cuanto a las normas que hacen referencia a la cotidianeidad ciudadana, se simultaneaban ante una aglomeración creciente de sucesos, porque no se ha de ignorar que los problemas resultantes de la fundación de nuevas ciudades en todos los parajes conquistados fueron progresivos y simultáneos. Es en este momento, cuando se debe hablar de tres grandes enseñas en el análisis del mundo urbano de la América indiana: la ciudad como realidad, como fantasía y como imagen. Las urbes americanas se cimentaban en materiales transitorios, pero sólidos, con intención de pervivencia, para que la idea de habitación fuera capaz de atraer riqueza y continuidad. Pero de igual modo emitía un perfil de ensoñación para los anónimos pobladores que atravesaban el mar en busca de nuevas posibilidades de mejora en su existencia. Es especialmente significativo que la mayor parte de las normas primigenias hacían referencia al urbanismo, ahondando en el concepto de espacio habitable. Por encima de la diferente realidad que habían de sentir a su llegada debía percibirse un ideal de estabilidad como fase principal de la percepción preliminar. Finalmente, se puede entender que un análisis de la ciudad trascienda de la inteligencia del conjunto de los elementos urbanos y arquitectónicos (Bailly Antoine, 1979). No importa si los fundamentos de la malla urbana no están cohesionados, ni tan siquiera relacionados, ya que se debe pensar que las urbes son un ente en continuo cambio y que por ello, en este último estadio, la imagen aprehendida desde la vaporosidad de la concepción personal dará lugar en un conflicto de sensaciones que contribuye al desarrollo original de una extensa multiplicidad habitable, cuyo resultado son los variados tipos de edificios, calles, plazas, casas y arrabales (Cerasi, 1977).

     

    3. Aproximación a las Ordenanzas de la ciudad de La Plata de 1578

    Entre todos los diferentes ordenamientos dictados para la América novohispana, se ha elegido unas ordenanzas generales que otorgó el Virrey Don Francisco de Toledo para la ciudad de La Plata, el año de 1578.7

    El extenso corpus legislativo que promulgó el virrey Francisco de Toledo para la ciudad de La Plata de los Charcas,8 nos ha facilitado elegir una serie de normas sin incidir en el proceso de creación de la norma y el trámite administrativo para su posterior aprobación, porque trasciende en demasía la función de este trabajo. Se ha elegido La Plata por estar entre las ciudades imagen del enorme poder centralizador de la sociedad colonial. Al igual que San Francisco de Quito, la Ciudad de Los Reyes o Santa Fe de Bogotá, se transformaron en un inmenso escenario teatral por donde pasaban sus habitantes que a modo de actores anónimos escenificaban una obra con caracteres políticos, sociales y económicos cuyo libreto se cambiaba cada día.

    Ya dijimos que las flamantes ciudades novohispanas se conformaron sobre espacios de terreno que, en un principio, y dada la urgencia de la instalación, se adaptaban mínimamente a las necesidades vitales de los que habrían de ser sus habitantes y que con lentitud, fueron generando cambios para lograr una mejora de la calidad de vida en las mismas. Se podría hacer una extensa relación de asuntos pertenecientes a su ejecución como urbe. Sin embargo, se han elegido para este trabajo unas cuestiones más concernientes al alfoz rural o término municipal de las mismas que a la gerencia de la propia localidad, pero que, sin dudarlo, resultaban imprescindibles para el abastecimiento de la misma. Desde la Edad media, y como clara y apreciada herencia de las enseñanzas del mundo romano, los españoles consideraban de elevada importancia el buen mantenimiento de todos los bienes comunales, tanto los insertos en las calles de la propia ciudad como los dispersos por los arrabales y tierras aledañas. Entre estos últimos encontramos los caminos, molinos o bosques.

    Entre otras muchas normas promulgadas en estas normativas se comenzará por las utilidades que favorecían los caminos que transitaban a través de la Audiencia de La Plata. Dichas calzadas fueron de trascendental significado debido a la complicada orografía andina en la provincia de La Plata de los Charcas, que formó parte del virreinato del Perú durante la época colonial. De entre todas las rutas conocidas de la época, las más transitadas eran las que recorrían los montes hacia la Villa Imperial de Potosí, sobre todo por la necesidad que tenía dicha villa de suministro generalizado, debido a su alta densidad de población y a la ocupación laboral de sus habitantes, afanados casi por completo en las labores propias de la extracción de la plata del Cerro Rico o en las múltiples industrias auxiliares que ayudaban en dicha tarea. El asiento minero de Potosí se había instalado en contra de las normas generales de la Corona que explicitaba claramente que no se fundasen ciudades en lugares muy elevados, por las dificultades, entre otras cosas bien significadas, que habría para el abastecimiento (Fuertes López, 2010). Igualmente, el asiento minero de Porco, explotado ya en tiempos del imperio Inca, mantenía una elevada categoría que favorecía su comunicación y abastecimiento. Dicho suministro se realizaba con grandes recuas de animales, formadas principalmente por caballos y mulas, que habían ido sustituyendo poco a poco a los largos tropeles de seres humanos que en los tiempos prehispánicos llevaban sobre sus espaldas las mercancías. Los animales porteaban unos enormes fardos tanto encima de su lomo como a los lados del mismo, lo cual en muchas oportunidades les hacía ocupar una superficie amplia del camino que les hacía salirse de los límites marcados de las estrechas sendas andinas. Los citados senderos discurrían en muchas ocasiones entre tierras de sembradío, cuyos propietarios que en su ansiedad por hacer crecer sus cultivos hasta las demarcaciones posibles convertían en enormemente angostos los pasos, llegando en ocasiones a hacerlos desaparecer, de tal manera que los ganados de carga no podían pasar cómodamente o no encontraban el trazado. De tal suerte eran los malos usos de los campos de sembradura que los propietarios llegaban a quitar los hitos y dormidas que guiaban el camino, con lo cual seguir la línea del trazado era menos que imposible, lo que originaba frecuentes despistes de los porteadores y pérdidas de los bastimentos acarreados, junto con la de algunas bestias.

    La solución a estos graves inconvenientes que llegaron a alcanzar cotas elevadas por haberse transformado en práctica habitual, junto con la abundancia de vegetación en otros trazados, provino de ordenar que, en el plazo de treinta días después de la publicación de la ordenanza, deberían salir de la ciudad un alcalde junto con un regidor para recorrer todo el camino hasta Potosí y señalar en todo el trayecto un paso suficientemente amplio para que discurriesen por él las dichas manadas de ganado. El procedimiento elegido consistía en puntear todo el pasaje con mojones cada dos leguas, de manera que la vía quedara delimitada de un cabo a otro. La disposición emanada del virreinato fue tan detallada que se llegó a puntualizar el número de piedras o brasas que se colocarán por cañada, ajustándola al número de cincuenta. Como no debían estar seguros que los labradores no repitiesen sus desmanes, las penas por arar los caminos o por retirar los postes se estableció en la elevada cifra de quinientos pesos, que una vez cobrados debían promediarse entre la cámara del cabildo y el juez denunciador. Incluso se habla de pérdida del título de propiedad sobre las tierras implicadas en el deterioro del camino. Finalmente, para que esto no volviese a ocurrir se ordenaba al propio cabildo que una vez al año saliesen a realizar la vigilancia de policía del recorrido para que todo esté en su lugar y debidamente proporcionado. En el supuesto caso que el cabildo de la ciudad de La Plata no cumpliese con este cometido sería sancionado en la cantidad de doscientos pesos.9

    Por otro lado, se ha señalado la reconocida transcendencia que tuvo la trituración de los cereales para la manutención de los diferentes colectivos étnicos en el mundo novohispano, lo cual determinaría un resultado muy creativo y numerosos tipos de cocina sincrética. Al igual que en muchas otras áreas americanas, la comarca que rodeaba la ciudad de La Plata estaba llena de molinos que trabajaban el trigo o el maíz, para aprovisionar las diferentes demandas, que no solo eran provenientes del término municipal, sino que se acarreaban en cantidades importantes hasta los asientos de Potosí y Porco, entre otros lugares. En una lectura sosegada de la ordenanza se trasluce la falta de orden que había en el establecimiento y factura de la producción de dichos molinos, por lo cual se producían continuamente fraudes en la calidad de lo molido. Para remediar las estafas se ordenó que en todo molino controlado se pusiese un español, un indio o un negro, que fuesen diestros en el arte de la molienda. En el supuesto de que el molino no tuviese contratado un artesano experto, el molinero pagaría una pena de veinte pesos. Del mismo modo, se establecía la fiscalización de las herramientas propias del oficio, tal como barretas, azadones o picaderas, todas ellas necesarias para el correcto funcionamiento de los procesos mecánicos, sin olvidar que, en cada uno de estos métodos, intervienen al menos cuatro factores, el humano, la tecnología artesanal, el ingenio que muele y el producto a pulverizar. La misma cantidad de veinte pesos era aplicada a los moledores que no tenían el material del modo conveniente.

    Los molinos recibían constantemente productos para machacar, pero muchos de ellos no tenían la tabla de pesas y medidas adecuadas, por lo que al devolverlo a sus dueños se producían mermas indebidas, lo que suscitaba abundantes quejas, que, las más de las veces, no se llegaban a resolver por la justicia. A partir de la publicación de esta ordenanza se obligaba a tener el material de las pesas bien adaptadas para que los molineros se obligaran a devolver la misma cantidad de harina que se les había traspasado, aunque se les autorizaba hasta una merma de dos libras por cada fanega entregada. Para que en cualquier caso no hubiese faltas excesivas en las devoluciones, se obligaba a que en el molino hubiese un arca grande completa de harina, que fuese de buena calidad, para ser entregada a los clientes descontentos. En otras oportunidades los molineros igualmente estafaban a los usuarios por falta de una medida clara por lo que se establecía una maquila de carácter general, que estuviese dictada por el cabildo de la ciudad de La Plata o la que la ciudad fuese proveyendo con los tiempos, bajo la pena del "quatro tanto" (cuatro sueldos por cada tanto), una sanción muy común en el virreinato del Perú. En el caso de que la harina devuelta resultase defectuosa, pese a la calidad del producto entregado por el cliente, el molinero era obligado a pagar por el daño realizado.

    La gran afluencia de usuarios con productos para ser molidos generaba molestias e inconvenientes a los usuarios del molino, de modo que se establecía un orden de molienda, según el orden de la llegada al trapiche, para intentar de este modo prevenir potenciales conflictos. Del mismo modo se prohibía una vieja costumbre por la cual el molinero, en muchas ocasiones, dejaba de moler la harina de los usuarios particulares, aunque ya hubiese empezado, para moler su propio trigo. Se pretendía acabar con esta mala costumbre y solo se le autorizaba a dejar de moler para los usuarios privados cuando viniesen de parte de la ciudad para moler trigo con destino al abasto de la misma. En este caso particular, se le dejaba moler hasta la cantidad de treinta cargas, porque se entendía que era de necesidad perentoria para el suministro de la población.

    En aquellas completas ordenanzas no se olvidaron del cuidado que se había de llevar al tratarse de productos alimenticios, se prohibía taxativamente la tenencia de puercos, gallinas y otros animales cerca de los molinos, de modo que pudiesen hacer daños en los productos almacenados o ensuciar gravemente la harina, o que igualmente pudiesen romper los costales donde se transportaba el trigo o maíz que se llevaba a moler, con las pérdidas sobrevenidas a sus dueños, todo ello bajo la pena de veinte pesos.

    Finalmente, aunque no existía una idea de preservación del medio natural se procuraba controlar la corta de los árboles, debido a la desmesurada utilización de los montes en un mundo en el cual la madera era el principal material de construcción, a la par que un recurrente medio de calefacción, junto a su conocido uso como sistema de energía para todas las cocinas, herrerías, antorchas, para iluminación nocturna y otras misceláneas aplicaciones. En pocas palabras, la utilización de la madera de los bosques cercanos, sin un régimen de protección medioambiental, pronto sufrió una desforestación terrible que conllevaba la erosión del monte y su pérdida como espacio verde.

    Es innegable que, los llamados conquistadores, conocían los resultados de una mala praxis en los bosques, porque durante siglos habían aprendido la lección en las tierras de Castilla, pero ello no equivalía a que pusiesen en práctica, sobre todo durante las primeras décadas inmediatamente después de su llegada, algunas medidas de salvaguardia para evitar los errores del pasado. Las necesidades de la madera como fuente energética eran constantes ya que había que levantar desde la nada ciudades con talle europeo. Al mismo tiempo se comenzaba a generar riqueza a través de complejos procedimientos, entre lo que se han de destacar las minas, en cuya construcción de galerías fue sumamente necesaria, además de como energía para los sistemas de extracción y posterior amonedamiento del material argentífero, que finalmente resultaron los grandes consumidores de este material, como igualmente lo fueron las ferrerías que trabajaban para la obtención de diversos metales.

    En las ordenanzas estudiadas, el título 16 hace patente alusión al cuidado de los montes a los que consideraban abandonados y poco cuidados, sobre todo por la intensiva utilización de la leña. Entre toda la variedad arbórea se destaca la masiva corta del árbol de la quinua, conocido por aquel entonces entre los españoles como queuña o qapac queuña.10

    El virrey Toledo planteó sus normas arbóreas para las tierras cercanas a la villa de Potosí, contando veinte leguas desde los arrabales de dicha villa imperial, y lo justificó, en sus disquisiciones sobre la mala utilización de dichas plantas, porque no solo se cortaban las ramas, sino que llegaban al extravío de arrancar las raíces para tener mayor cantidad de leña para consumir en las interminables jornadas en las licuefacciones plateras. Del mismo modo, en el preámbulo de la norma se hace constar la enormidad de plantas preexistentes por cualquier calzada y la situación deplorable a la que había llegado la situación en pocos años con motivo de su tala irregular. Además, era una opinión generalizada, entre los naturales y los españoles, que debido a las características de dicha planta, la quinua no volvía a nacer una vez desmochada, por lo que hace constar rotundamente la necesidad de no extraer las raíces, sino que dejasen la horca y el pendón de la planta, que son la base de un posterior crecimiento dentro de un ciclo vital consistente. Esta técnica era muy conocida en Castilla, porque generaba un modo de singular progresión del árbol que daba como resultado unos tablones curvos muy útiles para la construcción de navios e igualmente permitía el suministro de maderas robustas para la producción de carbón, destinado a las ferrerías vizcaínas. Por ello, los Reyes Católicos, ya en el año 1496, habían dictado disposiciones sobre este tipo de poda, llamado trasmocho por medio de una Ordenanza encaminada al cuidado de los robles, variante arbórea más utilizada para las citadas prácticas.11

    Bien conocido es el sistema castellano medieval de acompañar las normas que se han de acatar con ciertas puniciones que obligaban en mayor medida a su cumplimiento, intentado, por medio de sus multas y escarmientos, disuadir a los posibles infractores. La práctica legislativa generada por el disparejo trato otorgado por las leyes, diferenciando entre los españoles y los indios, generaba dos sistemas de sanción. Así se castigaba a los españoles con una pena económica de cincuenta pesos para aquellos que cortaran o arrancaran personalmente o que lo hiciesen mandando a otros cualquiera en su lugar. Del mismo modo se les privaba del trato y granjeria de las carboneras que poseyeran por un periodo de seis años. En el caso de que fuese indio el que hiciese dicha tropelía para su propio interés, y no por mandado de algún español, se le castigaba con cien azotes. La ordenanza se pregonó por los tiangues de las ciudades La Plata y Potosí para el general conocimiento de la población.

    El cuidado de los árboles se consideraba de transcendental importancia por lo que se dictaminó otro estatuto con alusión a los cedros que se hallaban en los alrededores de la ciudad de La Plata.12 Estos árboles que, además de una conocida particularidad aromática, poseían una madera de extraordinaria calidad que se dedicaba a la fabricación de balcones, muebles y otros aditamentos suntuarios destinados a las casas que los grupos sociales más privilegiados ostentaban en la ciudad de Los Reyes, en Cuzco, Potosí o La Plata. Todo un fenómeno inmobiliario en expansión que necesitaba de una madera fuerte y a la vez suficientemente dócil que aguantara bien los clavos y los encolados. Dichos maderos se utilizaba igualmente en otras partes de los edificios, de modo que esas características tan valoradas fueron las que determinaron su corta y consumo abusivo en la construcción, pero además fueron explotados como leña para quemar en fogones y hogueras, ya que cualquier sitio era bueno para madera tan preciada y olorosa. Estamos ante un despropósito que acabó con una riqueza muy destacable y abundante en los alrededores de la ciudad de la Plata, como el propio virrey Toledo reconoce en sus palabras: "que ya no se hallan los dichos cedros, sino lexos de esta ciudad".13

    Una vez conocidos los hechos, y ante esta actuación poco afortunada sobre las riquezas naturales, se ordenaba que, una vez publicada y pregonada la ordenanza, ninguna persona, es decir, ni españoles, ni naturales, ni negros, ni otros cualquiera, pudieran cortar ningún cedro sin la autorización del cabildo, la justicia y el regimiento del mismo, porque la pena impuesta era de cincuenta pesos. Pero asimismo, se obligaba a aquella persona que obtuviese la autorización que aprovechase todo el árbol, porque era muy frecuente que únicamente se utilizasen algunas partes del mismo. Por ello se dice explícitamente que se han de beneficiar hasta las ramas para hacer "alfaxías".14 Consideramos esta medida como muy adecuada porque el daño resultaba menor, en tanto que los ejemplares talados eran muchos menos, pero además se vigilaría que el cedro cortado fuese utilizado en esta manera, bajo el correctivo de la misma cantidad de cincuenta pesos. En ambos casos la cuantía de la multa se debía ingresar en la cámara del cabildo para las obras públicas de la ciudad.

    Las normas urbanas que se están revisando mantienen un elevado carácter de defensa del medio ambiente, aunque innegablemente muy desigual del concepto ecologista y proteccionista que se mantiene en la actualidad hacia la madre Tierra. En cualquier caso y pese a la diferencia de entendimiento, se insiste más adelante en el control de la leña que se corta para el consumo de las carboneras que hay en los alrededores de la ciudad, de tal suerte que no se pueda cortar leña con este fin, salvo si se hace desde la zona de Mojotoro en adelante. Para dejar cerrado este problema se creaba un círculo imaginario de tres leguas de radio contado desde las afueras de la ciudad, que pasaría igualmente por Tarabuco, Yamparaez, Yo tala, Mamahuasi o La Palca. Es decir, se estaba creando un cinturón de seguridad para seguir preservando las riquezas limítrofes a la ciudad de La Plata.

    Igualmente los curtidores de cuero se aprovechaban de la corteza de los árboles de molles y otros similares, para su trabajo.15 El problema que representa el descortezamiento de un árbol reside en la fragilidad que se le añade al tronco que se seca y pudre con rapidez perdiendo todas sus virtudes. Curiosamente la ordenanza señala la prohibición del descortezamiento completo de los árboles por parte de ningún curtidor u otras personas, pero dentro del término de las tres leguas señalado para la norma anterior si se permite que se lleven la mitad de la corteza. La ordenanza se completa con un suplemento hacia la corta de los árboles comunes, dentro de las tres leguas, obligando, al igual que se hizo con los cedros, que se dejase un pendón para su recrecimiento. Si se hacía manifiesta inobservancia de esta ordenanza por parte de los súbditos españoles estos eran sancionados con la cantidad de diez pesos y la pérdida de las herramientas que se le encontrasen, mientras que la pena para indios y negros se transformaba en un castigo corporal, ya que serían escarmentados con cien azotes.16

     

    4. Colofón

    El mundo hispanoamericano colonial fue el fiduciario indiscutible del mundo medieval hispano, como antiguamente los propios españoles habían heredado las costumbres romano-visigodas. Entre las más destacables debemos señalar la recepción del derecho común, después la legislación local, primero de modo embrionario, por medio de las normas de los iniciales conquistadores, y finalmente con unos detallados y consistentes corpus documentales.

    Las ciudades llegaron a alcanzar cotas de normalización propia muy elevadas, aunque no se debe hablar de plena autonomía en su realización, debido a los trámites administrativos de aprobación externa asignados a las autoridades coloniales de representación regia.

    Las posibilidades de estudio que ofrecen las ordenanzas municipales hispanoamericanas para los siglos XVI-XVIII provenientes de ambos lados del Atlántico son muy elevadas, tanto por la enormidad legislativa que cubren, como por el análisis más concreto de los aspectos que tratan. Es de resaltar que cubren un amplio espectro no solo propiamente urbano, sino del alfoz o término municipal, como se ha visto en las páginas precedentes donde se han estudiado relevantes normativas sobre el cuidado del medio ambiente y de los caminos, así como acerca de la persecución de los fraudes en el abastecimiento alimentario.

    Del mismo modo que la localidad establece sus realidades y sus fantasías visuales, va generando una dinámica de actuaciones que la confieren la cualidad de ser vivo. En ese orden de cosas se construía la ciudad, si bien, para evitar un posible desorden que la condenaría al fracaso, se dictaba una variopinta multitud de normas, entre las cuales se pueden observar, de modo general, todo tipo de soluciones a cualesquier problemas. Todo un espectro de análisis para la mejor comprensión de nuestras poblaciones históricas, ya que no se debe olvidar que la vida urbana supuso un alto porcentaje de la inmensa cantidad de documentación que se produjo durante los siglos coloniales y que sirve para reconstruir tan interesantes procesos históricos más allá de las diferencias políticas y las distancias geográficas.

     

    Notas

    1.  Trabajo realizado en el marco del proyecto de investigación: Escritura, notariado y espacio urbano en la Corona de Castülay Portugal (siglos XII-XVII). Ref. HAR 2015-32298.

    2.  Un reconocido estudio sobre la evolución del recorrido en la construcción de la estructura de la sociedad rural medieval en los distintos reinos medievales hispanos se puede leer en: GARCÍA DE CORTAZAR, Á. (1988). La sociedad rural en la España medieval. Siglo XXI de España Editores.

    3.  Se utilizará la palabra ordenanza no como reseña de un acuerdo del Cabildo para un asunto concreto, sino para definir un corpus orgánico de preceptos debidamente tramitados por el Cabildo y aprobados por las autoridades pertinentes tanto en los territorios indianos como en la metrópoli.

    4.  Buscar la ley de 1548.

    5.  Esta importante cuestión está recogida en el Capitulo 66 de las Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias (1573). Madrid: Ministerio de la Vivienda, 1973. Dichas ordenanzas fueron estudiadas por Marta Milagros del Val Mingo en su trabajo "Las ordenanzas de 1573, sus antecedentes y consecuencias". Quinto Centenario, 8. (1985), Universidad Complutense de Madrid, pp. 83-101.

    6.  Con carácter recopilatorio se publicó SÁNCHEZ-ARCILLA BERNAL, J. (1992). Las ordenanzas de las Audiencias de Indias (1511-1821). Madrid: Dykinson.

    7.  Véase Ordenanzas del Virrey Toledo para la Ciudad de La Plata. 1578. ABNB. EC 1764. N° 131.

    8.  De todas las obras sobre la histórica ciudad de La Plata, y a modo de homenaje, citamos a quien fue uno de sus estudiosos más clarividentes: BARNADAS, J. M. (1973). Charcas (1535-1565). Orígenes históricos de una sociedad colonial. La Paz.

    9..  Véase Ordenanzas del Virrey Toledo para la Ciudad de La Plata. 1578. ABNB. EC 1764. N° 131, p. 62r.

    10.  La queñua o quinua, del quechua: quiwuña, también conocida en nuestras tierras bolivianas como lampaya o kewiña, es un árbol de gran resistencia al frío. Es una planta propia de las elevadas cordilleras andinas, sobre todo en las zonas bolivianas y peruanas, y es fácil encontrarla en altitudes cercanas o superiores a los cinco mil metros, tal como sucede en las faldas del Nevado Sajama en el Departamento de Oruro, donde afortunadamente dentro de su Parque Nacional se puede localizar un frondoso bosque de quinua muy apreciado por su belleza y destacado igualmente, por ser unos de los bosques más elevados de la Tierra. Los queñuales cumplen unas funciones ecológicas de gran importancia a la vez que sus frutos son muy apreciados para el cuidado de la salud.

    11.  La horca, igualmente conocida como alero, era una rama horizontal que se dejaba como guía para el posterior crecimiento. Por su parte el pendón era la rama o vástago que salía del tronco principal del árbol. En cualquier caso, se dejaba al menos una rama gruesa por donde saliera el brote y no se desmochaba el árbol por completo. Ver ARAGÓN RUANO, Á. (2009). "Una longeva técnica forestal: los trasmochos o desmochos guiados en Guipúzcoa durante la Edad Moderna". Espacio, Tiempo y Forma, 22, pp. 73-105.

    12.  En este sentido se debe puntualizar que los citados cedros no eran tales, sino que fue el nombre que les pusieron los españoles por el parecido que tenían las cualidades de la madera, con aquellos milenarios cedros habituales en el este del mar Mediterráneo que frecuentaban con sus naves. De este modo adoptaron el nombre de cedro diferentes tipos de árboles, algunos de los cuales nada tenían que ver con las especies, tal como el cedro montana o cedrella bogotensis, un ejemplar de la familia de las meliáceas, muy habitual en los climas fríos de los andes colombianos, sobre todo, como su nombre científico indica, en los alrededores de Bogotá, muy lejos de la especie conifera de la que forman parte los auténticos cedros que pertenecen a las gran familia de las coniferas. Así pasó con los conocidos por cedros andinos o cedrella lilloi. Este tipo de árbol era conocido por los quechuas como atok mállqui. Uno de los ejemplares más majestuosos, que cuenta en la actualidad con 300 años de antigüedad, se conserva en la ciudad de Cuzco en el Perú, en el claustro del hotel Monasterio realizado en las antiguas instalaciones de lo que fue el seminario de San Antonio Abad. En la actualidad se está trabajando por la recuperación de esta especie en los montes peruanos, sobre todo en los distritos cuzqueños de Colcha, Pillpinto, Cachi y Pitumarca.

    13.  Véase Ordenanzas del Virrey Toledo para la Ciudad de La Plata. 1578. ABNB. EC 1764. N° 131, p. 60v.

    14.  Las actuales alfajías, unos puntales de madera que se cruzan con las vigas para formar el armazón de los techos.

    15.  Los arboles de molles o también conocidos como gualeguay o anachuita son plantas muy robustas e invasoras que crecen en cualquier tipo de tierra. Son reconocidas por sus llamativos granos rojos, que le han procurado el nombre de "falsa pimienta" y con ese fin fue utilizado por los españoles y por ello le llamaron igualmente "pimienta del Perú".

    16.  Véase Ordenanzas del Virrey Toledo para la Ciudad de La Plata. 1578. ABNB. EC 1764. N° 131, p. 61v.

     

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