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    Fuentes, Revista de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional

    versión impresa ISSN 1997-4485

    Rev. Fuent. Cong. v.10 n.45 La Paz ago. 2016

     

    INVESTIGACIÓN

     

    Tras las huellas de la Biblioteca Pública y su Trama política Una incursión desde la Argentina

     

    In the footsteps of public library policy and plot a raid from Argentina

     

     

    Alejandro E. Parada*
    Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires. aparada@filo.uba.ar
    Recepción: 15 de enero de 2016 Aprobación: 15 de marzo de 2016 Publicación: Agosto de 2016

     

     


    Resumen

    El presente artículo constituye una aproximación a los vínculos entre la biblioteca pública y la política. A lo largo del trabajo se analizan varios aspectos de esta convergencia. En un primer momento, se desarrolla la tradición histórica de esa presencia en forma general; en una segunda instancia, el aspecto histórico se ejemplifica con la experiencia en la Argentina, tanto en el origen de sus bibliotecas públicas como en su formación en Bibliotecología y Ciencia de la Información; en una tercera etapa, se analizan varios temas de vital importancia: la neutralidad política, la diversidad ideológica, la tolerancia, el diálogo, el espíritu no dogmático, y los ámbitos de la política como una representación real y presente en estas instituciones. Posteriormente, se enfatiza sobre la necesidad de una asignatura que contemple esta problemática en el nivel curricular de la disciplina. Finalmente, se llevan a cabo una serie de reflexiones sobre el porvenir político de las bibliotecas públicas en la posmodernidad y en la globalización.

    Palabras clave: <Bibliotecas públicas><Política><Bibliotecología y Ciencia de la Información>


    Summary

    This paper is an approach to the links between the public library and politics. Throughout the article several aspects of this convergence are analyzed. At first, the historical tradition of this presence is developed in general; in a second instance, the historical aspect is exemplified by the experience in Argentina, both the source of their public libraries and their training in Library and Information Science. In a third stage, several important topics discussed: political neutrality, ideological diversity, tolerance, dialogue, undogmatic spirit, and the fields of politics as a real representation and present in these institutions. Subsequently, it is emphasized on the need for a course that addresses this problem in the curricular level of discipline. Finally, we conducted a series of reflections on the political future of public libraries in postmodernity and globalization.

    Keywords: <Public Libraries><Politics><Library and Information Science>


     

     

    ¿Qué podríamos escribir acerca de las bibliotecas f públicas y el acontecer que impone el devenir político? Porque, sin duda alguna, es una de las temáticas actuales con mayor difusión y producción de textos en Bibliotecología y Ciencia de la Información. Hay una abundante y casi incontrolable literatura que aborda este tópico bibliotecario desde los ángulos más opuestos y variados. Solo pensemos algunos de ellos: la tensión dinámica y permanente entre las Ciencias Políticas y la gestión de una biblioteca, el papel de las bibliotecas públicas en la inclusión de las mayorías y su correlato con los procesos de construcción democrática en la modernidad, la visibilidad o el ocultamiento intencional de las ideologías en estas entidades, la imposibilidad de la neutralidad en la gestación de cualquier institución social, la problemática de las posturas éticas cuando se incursiona en estas agencias. Sin entrar en la discusión, aún no zanjada en América Latina, sobre cómo nombrarlas con cierta pertinencia específica en español: ¿son instituciones o entidades o agencias o dispositivos culturales? Y lo que es todavía más interesante, ya intentando una interpretación discursiva: ¿cada una de esas denominaciones no está cargada de intencionalidad política?

    El abordaje a este multifacético tema, excede con demasiada holgura los límites del presente artículo. Simplemente porque esa existencia política del hombre, como todos sabemos, subyace en la totalidad de sus actos. Nos hallamos ante el clásico zoon politikón de Aristóteles al referirse a la participación de los ciudadanos en las decisiones de la polis. El hombre es un animal político porque se desenvuelve en la sociedad y se plasma en las comunidades que crea y transforma constantemente. Las bibliotecas públicas, en un sentido perentorio y decisivo, son creaciones políticas puras y rotundas. Es más, no pueden existir fuera de los entornos políticos.

    Sin embargo, ante la imposibilidad plena de un acercamiento sistemático, es posible llevar a cabo algunas reflexiones y, con un sentido de orden expositivo, agrupar el universo o quehacer político de las bibliotecas públicas en varios aspectos distintivos, pues este tipo de instituciones se destacan por la polivalencia de sus características. Por lo tanto, en esta primera parte del texto, se analizarán dos facetas interrelacionadas que suelen velarse, en mayor o menor grado, cuando hablamos de bibliotecas públicas: la tradición histórica que las vincula con las dimensiones políticas y la falta de concienciación de muchos profesionales sobre el hecho de que la elección de ser bibliotecario es una opción inmersa en esa dimensión.

    Las bibliotecas nacieron en el Mundo Antiguo, en plena Mesopotamia, bajo el control de los sacerdotes y su primer lugar, en este contexto, fue el espacio delimitado por el templo. La escritura y la lectura y, en consecuencia, la organización de los soportes materiales fueron, indudablemente, una expresión de la capacidad del dominio sacerdotal. Dos tendencias de extensión milenaria se impusieron en forma temprana: la sacralización del libro y el poder absoluto sobre su corporeidad. Esta importante perspectiva resultó una constante de larga duración en la Historia del Libro y de las Bibliotecas: el uso político del pensamiento religioso se apropió, en amplios y diferentes momentos históricos (tan solo pensemos en la Inquisición) de la esfera política del universo librario. Julio César fue consciente de esta situación y su permanencia en Egipto no fue ociosa, pues comprendió la importancia de la Biblioteca de Alejandría en los procesos culturales y políticos de fuerte helenización y su aplicación a una civilización ancestral y conservadora como la egipcia. ¿Qué potencialidad tendría Roma en la extensión de sus conquistas si tuviera el poder de las bibliotecas? La respuesta de César no se hizo esperar, aunque su magnicidio en los famosos idus de marzo no le permitieron ver la nueva planificación que consistía en la creación de un tipo de biblioteca desconocido hasta la fecha: la biblioteca pública de la Antigüedad.

    Estas creaciones no fueron desdeñadas por otros emperadores. Augusto, Trajano, Vespasiano, Tiberio y tantos otros, comprendieron "la visión cesarista" de que una de las formas de mantener la coherencia política de Roma y, por supuesto, la influencia sobre las personas que concurrían a las bibliotecas, se fortalecía con el poder de este tipo de novedosos establecimientos. No en vano pensaron que el diseño topográfico de sus colecciones debía responder a estas intenciones: por un lado el acervo griego y por el otro el latino. Es decir, el poder cultural de este humilde pueblo de agricultores devenidos en dueños del mundo no consistió en una elección fortuita: manifestaban, en la ubicación de los libros en los nichos empotrados (en la espacialidad de ese dominio) que eran los colonizadores y herederos de los griegos. No fue entonces un acto de pura candidez que la Roma imperial contara con más de 30 instituciones de este tipo. Los objetivos e intereses políticos no son inocentes ni tampoco algo ajeno a la creación de estas instituciones sociales (Fernández Uriel & Rodríguez Valcárcel, 2006; Barbier, 2015; Baratin & Jacob, 1996).

    No es la intención de este trabajo llevar a cabo un relato pormenorizado de las Ciencias Políticas y sus entramados "con los depósitos del saber que custodiaban los libros", para usar una expresión de otras épocas. Aunque es oportuno puntualizar, por lo menos, algunos de los momentos más significativos de esta historiografía bibliotecaria ligada a la política. Otro breve interregno que es necesario recordar fue el Renacimiento carolingio. Carlomagno comprendió, como pocos líderes en la Alta Edad Media, que el predominio imperial resultaba imposible si sus administradores eran casi analfabetos y si carecía de las herramientas que impulsaran sus intereses políticos de poder. Es por ello que, entre otras personalidades de la época, convocó a Alcuino para que organizara las escuelas y la biblioteca real. No se trataba de una biblioteca pública, pero estamos ante un claro ejemplo de esa dinámica indisoluble entre la apropiación de la cultura escrita y su imposición política. Este tópico no es una instancia menor, pues Occidente, durante varias centurias, salvo algunos emprendimientos particulares u ocasionales, carecería de un movimiento en pro de las bibliotecas públicas hasta mediados del siglo XIX.

    Luego de Roma, la excepción provino de Oriente bajo la forma de un libro sagrado y una religión desconocida e inaugural: El Corán y el Islam. La extraordinaria expansión cultural, geográfica y religiosa del islamismo a partir del siglo VII, implicó un significativo desarrollo bibliotecario y, en particular, de las bibliotecas de uso público. Estas volvieron a florecer, tanto por iniciativas de califas (los conocidos dar al-hikma) como por decisiones de particulares (producto de un waqf o donación caritativa) (Lerner, 1999). Más tarde, en Europa, antes de que surgiera el uso gregario de los libros, varias instituciones dejaron su impronta de decisión política en el mundo del libro y de las bibliotecas. Un caso singular por su influencia desde la caída del Imperio Romano hasta comienzos del siglo XX, fue la Iglesia Católica. Bajo su tutela religiosa y moral se estructuraron políticamente las bibliotecas. El Renacimiento y el ascenso al poder de las elites reales y nobles, consistió en otra forma de configurar a estas entidades desde una mirada que desembocaría en los estados modernos y, en muchos casos, en los actuales patrimonios bibliográficos nacionales.

    Como es bien conocido, promediando el siglo XVIII y en pleno desarrollo de la Ilustración, se producen grandes cambios en las formas de sociabilidad y en la construcción del espacio público (Habermas, 2006). Aparecen espacios impensados para la circulación de la cultura impresa fuera de la exclusividad de la Iglesia Católica y de la tutela del Antiguo Régimen, aunque aún bajo la fuerte fiscalización de ambas. Surgen las academias, las tertulias, los gabinetes de lectura, la plaza y los lugares de reunión (bares, fondas, tabernas) donde se debaten los contenidos de los "papeles impresos". También acontece un hecho medular: "una revolución de la lectura"; esto es, aquello que Engelsing detectó como el pasaje de una lectura intensiva a una extensiva (Chartier, 1993). Hay un proceso, pues, de desacralización del libro y un lento acercamiento de los sectores desclasados ahora inmersos en amplios procesos de laicización de la cultura escrita. Uno de los fenómenos más interesantes de este movimiento, y aquel que en particular nos interesa, es la rentabilidad de los libros en su circulación social. Las "bibliotecas circulantes" inauguradas por los libreros permitieron el préstamo rentado de las obras, tanto in situ como en su traslado al hogar, mediante un monto pecuniario (Parent-Lardeur, 1999). Los gabinetes de lectura o bibliotecas circulantes se expandieron por toda Europa a mediados del siglo XVIII y buena parte del siglo siguiente. Benjamin Franklin instrumentó una variación del uso público en Estados Unidos con la "biblioteca por suscripción". Durante las primeras décadas del siglo XIX las "circulation libraries" se expandieron en el territorio estadounidense y también en América del Sur. Shera sostiene que llegaron a tener tal aceptación social que compitieron con el desarrollo de la biblioteca pública (Shera, 1965). Este punto posee una significación fundamental, y no constituye una disgregación, ya que visualiza otro de los intereses que gira alrededor de las bibliotecas públicas al unísono con la política: la faceta financiera.

    La mayoría de los antecedentes arriba citados se asocian a los denominados procesos de ampliación de la ciudadanía y, por lo tanto, de su libertad lectora, que se inician en el Siglo de las Luces y se proyectan con la Revolución Francesa, y que merecen un mayor desarrollo de aquel que se ha resumido. Pero lo importante es que influyeron y, en mayor o y esperan menor intensidad, incidieron en la aparición, promediando el siglo XIX, de las bibliotecas públicas modernas. Estas alcanzaron una expansión notable a partir de 1850 y hasta la actualidad, debido a iniciativas particulares, institucionales y, en especial, estatales. Dos ejemplos paradigmáticos constituyen su implementación en Estados Unidos y en el Reino Unido, donde el sistema bibliotecario público superó socialmente las expectativas iniciales de este tipo de instituciones (Shera, 1965; Black, 1996). De este modo, a medida que se ampliaban los derechos de las personas y sus lecturas en el ámbito público, las intencionalidades de control político migraban a las nuevas formas republicanas y democráticas de detentar el poder.

    Aunque con intensidad dispar, América Latina no permaneció ajena a este impulso por la lectura pública y sus vínculos con el planeamiento político. Resulta imposible detallar las distintas experiencias que se plasmaron en la heterogénea realidad latinoamericana, pero es posible tomar un ejemplo del impacto de la génesis de la biblioteca pública en el período decimonónico. Este ejemplo, que también podría aplicarse a otros países de la región, se presenta con claridad en la Argentina. Es factible identificar dos fechas para ilustrar el vigor de la escenificación política en este ámbito: los años 1810 y 1870. Cuando Napoleón invadió España, los españoles americanos o criollos del Río de la Plata decidieron, al igual que sus pares a lo largo y ancho de Hispanoamérica, separarse del Imperio Español. En Buenos Aires el poder quedó en manos de la Junta de Mayo, y los revolucionaros comenzaron la Guerra de Independencia contra el dominio hispano. Lo más interesante, en este largo interregno bélico por la emancipación que finalizaría con la victoria de Sucre en la batalla de Ayacucho (1824), fue que dicha Junta, cuando la suerte de la Revolución parecía adversa (los españoles retomaban su dominio en Chile, Perú, Colombia y poseían además la plaza fuerte de Montevideo), decidió fundar una biblioteca pública en la ciudad de Buenos Aires en el año 1810 (se inauguraría en marzo de 1812). La real significación de esta decisión fue unir la Biblioteca Pública al proyecto político de la Revolución. Si bien desde la época colonial ya existían antecedentes de esta índole, ahora era un acontecimiento estrictamente político y el sustento ideológico de una Revolución que pretendía un cambio en las formas culturales de secularización de la lectura y, por sobre todo, perseguía una finalidad pragmática: hacer de la biblioteca pública, aun antes de la existencia misma del Estado argentino, un agente de difusión de las ideas de los revolucionarios.

    No se trata, pues, de una imbricación circunstancial y de mera forma retórica entre la praxis política y los quehaceres bibliotecarios. Para comprender en su debida profundidad este hecho, es necesario recurrir a la producción textual fundacional de esa entidad en el Río de la Plata: el artículo titulado "Educación" aparecido en el órgano periodístico de la Revolución, Gazeta de Buenos Ayres, el 13 de septiembre de 1810 y cuya autoría se debe a su "protector", Mariano Moreno. En este artículo, Moreno establece un paralelo (o, más bien un anti paralelo) entre la Biblioteca de Alejandría y la flamante institución que la Junta creaba; la primera, estéril e infructuosa, pues "el fuego disipó ese monumento de vanidad de que los pueblos no habían sacado ningún provecho", ya que los libros "no se destinaron tanto a la ilustración de aquellos pueblos"; la segunda, fructífera por su explícita finalidad y, en palabras caras al setecientos, fue fundada por la Junta para "fomentar las luces de los pueblos" dentro de un contexto de consulta pública de la cultura impresa. No obstante, lo más importante de este concepto de Moreno resulta en establecer una extraordinaria interrelación y correspondencia entre la "demostración magnífica de poder" de los soberanos tolomeos, y el nuevo poderío emergente que inaugura la biblioteca pública porteña. Y para que el destino de la Revolución sea todavía más prometedor y triunfal, agrega:

    [las bibliotecas públicas] son miradas como el mejor apoyo de las luces de nuestro siglo. Por fortuna tenemos libros bastantes para dar principio a una obra que crecerá en proporción del sucesivo engrandecimiento de este pueblo. La Junta ha resuelto fomentar este establecimiento, y esperando que los buenos patriotas propenderán a que se realice un pensamiento de tanta utilidad, abre una suscripción patriótica para los gastos de estantes y demás costos inevitable, la cual será recibida en la Secretaría de Gobierno (Moreno, 1896: 292-93).

    Es así como la Junta de Buenos Aires, a través de la voz de su secretario Mariano Moreno, no deja al margen ninguna sospecha equívoca acerca de la íntima conjunción política entre esta entidad y los "buenos patriotas" que están involucrados en una situación que finalizará en 1816 con la declaración de la independencia de la Argentina. Un entrecruzamiento donde lo que se dirime es nada menos que la configuración del poder político en el nodo emergente de una biblioteca.

    Ahora bien, es oportuno citar otra experiencia argentina que influyó en Latinoamérica en el último tercio del diecinueve: la creación de las Bibliotecas Populares, en 1870, por Domingo Faustino Sarmiento. No se ahondará en este tema que tiene una amplia difusión. No obstante, es imprescindible esbozar su modelo, cuyas bases se encuentran enraizadas en una amplia concepción política de las bibliotecas y de las prácticas lectoras que allí se desenvuelven. La decisión del Estado, por facultad de la promulgación de la Ley no. 419 de Protección a las Bibliotecas Populares, estaba inspirada en una serie de experiencias que Sarmiento había observado en Estados Unidos y, en particular, por la labor desempeñada por el educador Horace Mann. El espíritu práctico de Sarmiento había ideado un proyecto original: el establecimiento de una biblioteca popular (pública, a los efectos) requería de una articulación entre las iniciativas particulares de los ciudadanos y el apoyo del Estado. En resumen: si los habitantes de cualquier localidad deseaban poseer un establecimiento de esta índole, debían manifestar un interés manifiesto de auto convocatoria civil relacionada con su creación (abrir una suscripción para establecer un primer lote de libros, buscar un local, etc.) y entonces el Estado comenzaba a apoyar dichos emprendimientos. En el fondo de la cuestión, y más allá de dotar de bibliotecas a un país tan extenso y variado como la Argentina, lo que buscaba Sarmiento era el compromiso político de los ciudadanos en la creación y sostenimiento de sus propias instituciones por mediación, inequívocamente, del diseño también político de la Nación.

    Estos casos específicos no constituyen episodios irrelevantes o propios de un anecdotario. Al contrario, la creación de bibliotecas públicas en los primeros años de la emancipación de América Latina (y en su amplitud secular en el transcurso de ese período) deviene en situaciones similares y frecuentes en todo el continente. Lo realmente asombroso, tal como veremos más adelante, es la circunstancia paradojal que luego de una presencia en el siglo XIX, donde los procedimientos políticos eran comunes (aceptados y no cuestionados) en la instrumentación de esas entidades, en el siglo

    XX sus bibliotecarios se inclinaron tanto por una especie de olvido como por la neutralidad ante la Ciencias Políticas que asediaban e influían en dichas instituciones.

    Ha sido, por lo tanto, necesario delinear este breve compendio historiográfico sobre la importancia de la tradición histórica en su relación con las diversas concepciones políticas que siempre se han encarnado en la biblioteca pública. No solo han influido, sino que sería un devaneo absurdo y abstruso pensar siquiera que una entidad de esta clase pudiera existir sin su presencia. Nada de la ubérrima constelación política es ajena a las bibliotecas. Pues en ellas se organiza, se difunde y se preservan las fuentes para el conocimiento del pasado, el presente y el porvenir humanos. Esta tradición de tonalidad política de las bibliotecas públicas, como se ha esbozado, nace en Roma, recorre el Islam, abreva en la Ilustración y se expande a partir del siglo XIX con una fuerza incontenible durante los procesos de urbanización y escolarización masivos en Occidente. Conjugar un aspecto bibliotecario, en este marco, es denominar y señalar una especulación política.

    Empero, hay que formular una pregunta impostergable: ¿cuándo se perdió esa impronta de la historia política, por ejemplo, en los planes de estudios en Bibliotecología y Ciencia de la Información? Ya que dicha pérdida es la antesala inevitable de una falta de concienciación en la autor representación e identidad profesional. Las raíces de este itinerario se remontan a la antigua discrepancia entre las "dos culturas", tal como las resumió, en su momento, P. S. Snow (1977) y otros académicos (Jones, 1976). La famosa dicotomía entre las Humanidades y las Ciencias Sociales, por un lado y las ciencias experimentales, por el otro, posee una extensa historia. Una virtual separación que comenzó con el desarrollo de la Ciencias Naturales en el siglo XVI y que se impuso con August Comte y su filosofía positivista. La condición de transformar la Historia en una ciencia sujeta a la regularidad del experimento implicaba, de hecho, la condicionalidad subalterna de las Ciencias Sociales ante aquellas disciplinas que construyen su objeto de estudio en el "universo natural". Si bien en el siglo pasado las llamadas Ciencias Humanas alcanzaron su pleno reconocimiento como fenómenos sociales con otras características de coherencia racional fuera de la mera experimentación, aún se impone una constante configuración de todas sus áreas, como se desprende del "Informe de la Comisión para la reestructuración de las Ciencias Sociales" coordinado por Immanuel Wallerstein (2011).

    Las reticencias y ambigüedades, pues, en esa temática son y han sido de una gran disparidad. Lo indudable, en el campo que nos incumbe, la Bibliotecología y la Ciencia de la Información, es que la formación histórica, a pesar de los esfuerzos de instituciones y de varias revistas especializadas, no es una fortaleza en la capacitación bibliotecaria. Debemos preguntarnos, entonces, por qué acontece este caso específico. Entre otros aspectos, que son numerosos, es que la realidad de las bibliotecas se resuelve en la acción, en la gestión de los recursos impresos y electrónicos. Y el intento de vaciamiento del pensamiento histórico penetró con gran intensidad en las escuelas de Bibliotecología y, por lo tanto, en las bibliotecas, como consecuencia del pensamiento político-economicista del neoliberalismo en la década del noventa. No es correcto recurrir al concepto "de vaciamiento" sino que, en realidad, se planteaba el fin mismo de la Historia (Fukuyama, 1992) casi con una tonalidad de conclusión hegeliana. Nos hallamos entonces ante una fase superior del capitalismo y así adviene la nueva expresión del capital inserto en la posmodernidad globalizada (Jameson, 2010).

    El desembarco del pensamiento económico -que ya se ha mencionado- para explicar en términos de mercado los contextos humanos, ocasionó una minimización profunda de las Ciencias Políticas y de sus capacidades para transformar las sociedades. El acontecimiento político (el obrar dentro y por esa dimensión) como centro incuestionable para desarrollar los procesos de ciudadanía se redujo a su mínima expresión y, sobre todo, cayó en la banalidad. En tal encrucijada, una sociedad tiene serios problemas cuando la economía sustituye o copta con total exclusividad a la política. Una de las consecuencias más extremas, en nuestro campo, fue la privatización de las bibliotecas públicas. El caso del Reino Unido es fecundo en esta clase de acontecimientos que, a la postre, han resultado en una conceptuación contra fáctica, por el hecho sustancial de que resulta imposible relacionar el "ámbito privado" (que conlleva la necesidad incuestionable de ganancias pecuniarias) con la misión estatal, tanto filosófica como democrática, de la implementación de "lo público", donde las ganancias de mercado deben ser secundarias (Clark, 2011).

    Esto redundó en pensar a los usuarios de las bibliotecas como clientes (customers) y, de esta forma, el núcleo de la "lectura pública" incursionó en el dinamismo de una más de las tantas constelaciones de articulación económica que se han desarrollado, a partir del neoliberalismo, en todas las áreas de las Ciencias Sociales. Es importante destacar que estas palabras no constituyen una crítica mendaz a las técnicas de gestión modernas en las bibliotecas sino, por el contrario, es un intento de racionalizar que tras dicha gestión se encubre (ahora es oportuno emplear el vocablo) el "vaciamiento" de la reflexión política de las bibliotecas.

    Este peligro fue detectado en 1992, invocando otras razones relacionadas, por Michael H. Harris y Stanley Hannah en un artículo publicado en Library and Information Science Research: Why Do We Study the History of Libraries? Los autores alertaron, tanto directa como indirectamente, sobre las afirmaciones de F. Wilfrid Lancaster referidas al

    fin de la Historia de las Bibliotecas y la emergencia de una nueva era... y el reemplazo de esos artefactos [los libros] con datos... Virtualmente todos los datos ahora están accesibles en forma electrónica. Nos movemos más bien rápida y bastante inevitablemente hacia una sociedad sin papel (1992: 127).

    Como consecuencia de estas expresiones, una coyuntura alarmante se manifestó en la Bibliotecología y Ciencia de la Información: la Historia del Libro y de las Bibliotecas corría el riesgo de desaparecer de los planes de estudio en esta disciplina. El subtítulo del trabajo corroboraba esa incertidumbre y era una declaración profesional de principios: "una meditación sobre los peligros del ahistoricismo en la Era de la Información".

    Y ese punto es el eje medular de la "cuestión bibliotecaria" que se ha expuesto desde el inicio del trabajo: para que exista una sustracción de la conciencia política de aquello que significa una biblioteca (con más intensidad, por cierto, en el cosmos de las bibliotecas públicas) es imperioso ocultar o velar su concienciación de proceso histórico. Expulsar la Historia (como disciplina mayúscula en nuestra formación) es el paso previo y necesario para propiciar la ausencia del pensamiento político. No nos encontramos ante un acontecimiento baladí o carente de un propósito indeterminado o minimalista. Como se ha visto y como es por todos conocido, desde el origen de las bibliotecas públicas en la Antigüedad hasta su instrumentación en la modernidad por el Estado-nación, tal como se ha puntualizado con numerosos ejemplos, la Historia de las Bibliotecas nos demuestra -una y otra vez-, con una contundencia irrevocable, que la Ciencias Políticas son el artífice (la verdadera "hacedora" y no otra) de estos establecimientos en la escena social. En consecuencia, cuando una ideología (en este caso el neoliberalismo, aunque puede ser cualquier otra) pretende eliminar o poner entre paréntesis su inmanentey trascendente historicidad, lo que se intenta es despolitizarla de todo cuestionamiento deliberativo, de toda dialéctica propia de la discusión.

    La Historia de las Instituciones es una signatura fundamental por el solo hecho de que ninguna institución carece de historia. Hay pues, un objetivo intencional cuando se procura implantar la tendencia "ahistoricista" en cualquier nivel disciplinar: romper con la dialéctica irreductible de la Política y la Historia. La Escuela de Frankfurt, varias décadas atrás, ya había alertado sobre el callejón sin salida en el cual se encontraban los estudios históricos, pues se habían anclado al continuum del historicismo y dejaban a un lado los recursos dialécticos (Benjamin, 2011). La finalidad ahora es fracturar ese vínculo inefable pero maravilloso del pensamiento creativo como una herramienta crítica y, por ende, ciudadana, que atañe a toda biblioteca pública cuya dignidad, en la autoconstrucción de su discurso, se identifique con ese nombre. La nominación inequívoca de conjugar lingüística y ontológicamente a la biblioteca pública, en su circunstancia última, extrema, se sustancia con una misión y una responsabilidad social que siempre enlaza esa dialéctica irreductible y contingente.

    Además, el asunto sobre esta forzada separación ocasiona otras repercusiones y daños colaterales, a veces, no deseados. Quizá, por mencionar un aspecto dramático, el más alarmante sea la pérdida de la memoria profesional colectiva. Aquí no solo está en juego la significación de nuestra identidad como bibliotecarios en un entorno público sino que, ante todo, lo que se plantea es la supervivencia misma de la biblioteca pública. En el entretejido que crea la compleja urdimbre entre los procederes políticos y esta clase de bibliotecas, el más decisivo es el olvido memorial como colectivo institucional. Cuando existe una ausencia de la trazabilidad histórica de una entidad social irrumpe, como observamos, la falta de concienciación grupal de "lo político", y entonces acontece un resultado inevitable: la desaparición del autoconocimiento de su propio pasado. En una oportunidad ya se ha reflexionado sobre este punto con los conceptos siguientes:

    Si un campo pierde su memoria compartida y gregaria (aquella memoria que nos hace bibliotecarios y no otra cosa) entonces, renuncia a su anclaje histórico, se sustrae a su esencia social, se ausenta de su existencia y, en consecuencia, tiene el riesgo de desaparecer (o de ser sustituida por otras áreas de estudio) como le ha sucedido a muchas sociedades que no reconocen su colectivo memorial (Parada, 2012: 8).

    El riesgo sensitivo entre la memoria y el olvido demanda siempre una atención constante. Sin embargo, la biblioteca pública y quienes en ella trabajan deben meditar sobre este "horror al olvido" que, en definitiva, se mimetiza con el clásico horror vacui (horror al vacío) y es un combate sobre "el ser" del hombre y las instituciones por él creadas. Porque todo concluye (o también se inicia al llegar una nueva generación) con un paradigma político e ideológico que trata, muchas veces de manera insuficiente pero no por eso menos real, de establecer una explicación provisional de aquello que se espera de una biblioteca pública.

    Sin embargo, el tema no se puede cerrar en este caso en particular de correspondencia inevitable entre los fenómenos históricos y los políticos. Hay numerosos ejemplos en Latinoamérica que, sin entrar de lleno en las discusiones partidarias o en la influencia de ideologías como el liberalismo o el marxismo, resultaron instancias de poder y de dominio político-bibliotecario. Un ejemplo que ilustra esta situación donde los saberes y las instituciones son, indudablemente, "un campo en disputa por el poder", es el artículo de Héctor J. Maymí-Sugrañes (2002) sobre las actividades de la American Library Association en América Latina durante la primera parte del siglo XX, recientemente rescatado por Robert Endean (2015).

    No interesa diseñar un esbozo detallado de este significativo trabajo en el presente contexto. Aquello que deviene en real importancia del ensayo de Maymí-Sugrañes y su relectura por Endean, se centra en dos elementos: por un lado, la disputa por el predomino bibliotecológico que libraron Estados Unidos y Europa en América Latina en la centuria pasada; y por el otro, la presencia de ALA y del gobierno estadounidense para importar y trasplantar su modelo bibliotecario a esta geografía. La historia es larga y pletórica en peripecias. En un primer momento, ALA colaboró con el gobierno de Estados Unidos para la creación, en varios países latinoamericanos, de las denominadas "bibliotecas americanas", trabajó en la capacitación y educación de bibliotecarios, difundió el Programa de Libros para América Latina, llevó a cabo diversas asistencias técnicas y profesionales, hasta que en 1946 se separó (aunque continuó asesorando) de su gobierno porque ya eran muy manifiestos los intereses políticos de ese país por imponer su predominio. No obstante, tal como aclara Endean, "todos trabajaban para difundir la ideología estadounidense y la política del buen vecino" (2015: 46). Es decir, que la configuración de la moderna Bibliotecología y Ciencia de la Información en Latinoamérica fue un emprendimiento de Estados Unidos para ayudar a consolidar sus intereses políticos y culturales como potencia hegemónica. Primero, imponiéndose a la vertiente europea en la región y luego, como paradigma de una práctica y representación bibliotecaria de gran éxito en la gestión y en los servicios que deben prestar las bibliotecas públicas.

    El caso de la Argentina, aunque se dio en otros lugares, posee modalidades tal vez inesperadas para esta política de expansión bibliotecaria de Estados Unidos. En los años sesenta y setenta, varios bibliotecarios argentinos, entre ellos Roberto Juarroz, Nodier Lucio y Roberto Couture de Troistmonts, viajaron a Francia y asistieron a las clases dictadas por Louise-Noëlle Malclès y a cursos de Documentación. El resultado no se hizo esperar: en pocos años la información especializada en la Argentina se organizó en Centros de Documentación similares a los europeos y distintos, en su etimología y gestión, a las estructuras estadounidenses. Esta nueva presencia de Europa en la organización bibliotecaria en un país de América del Sur cuando la Bibliotecología de Estados Unidos ya dominaba en América Latina, por cierto, no se funda en una novedad. Pues la tradición bibliotecaria en la Argentina tuvo estas dos vertientes desde el último tercio del siglo XIX y las tres primeras décadas del XX. Recién a fines de la década del ochenta la influencia del hemisferio norte se consolidó aparentemente en forma definitiva.

    Estos ejemplos demuestran, por deducción lógica, que debemos reflexionar con seriedad cuánto influyen los ascendientes políticos en la conceptuación y reformulación de la educación bibliotecaria y, en consecuencia, en la gestación, desarrollo y objetivos de las bibliotecas públicas en todo el continente latinoamericano. Las dificultades, en este itinerario de vaivenes estructurales y contextuales, no podrían ser mayores. Las bibliotecas son centros de poder, ya sea en formas explícitas y fehacientes, como con manipulaciones solapadas, con presiones de los grupos económicos que se enseñorean de sus recursos y limitan el acceso libre a la información y al conocimiento, por la promoción de ideologías que desvaloran a la Historia, o por la consolidación de ideas que minimizan el pensamiento político dentro de sus muros para crear la falsa ilusión de una conciencia apolítica en sus profesionales.

    Esta última inautenticidad ilusoria del "apolitismo" también prosperó o, al menos, se manifestó en el escenario bibliotecológico regional. En América Latina, el tópico apolítico se desenvolvió con gran fuerza en la profesión e impregnó a las bibliotecas durante el siglo XX. Su consecuencia principal se concretó en el tópico de la neutralidad. Rastrear la problemática sobre la necesidad de una posición neutra en el ámbito bibliotecario posee una gran densidad y una larga bibliografía (Meneses Tello, 2013). Sobre todo, debido a la heterogeneidad de aspectos sociales, ideológicos y epocales que incidieron en su elaboración. Es menester, además, partir de un supuesto racional y de honestidad intelectual sobre este tema: no existe una posición neutra dentro del acontecer social de una biblioteca, pues la neutralidad deviene en una apariencia, en una fantasmagoría sociológica. Todo intento de neutralidad es, en el fondo, una toma de decisión política. Negar la existencia de los devenires políticos institucionales es una estrategia política como cualquier otra.

    Nuevamente es factible recurrir a un cuestionamiento ya esbozado: ¿en qué circunstancias la Bibliotecología latinoamericana reflexionó sobre su quehacer desde la neutralidad? Sería fomentar una posición cándida no tomar conciencia de que la realidad continental en la década de los sesenta y setenta del último siglo fue un terreno, sin equívocos, de disputa ideológica en el marco de la Guerra Fría. Por un lado, Estados Unidos operaba, tanto en forma embozada como directa (pensemos en Chile bajo el gobierno de Allende) para concretar su poderío. Por otra parte, la URSS y la Revolución Cubana se ofrecían como una alternativa marxista al liberalismo capitalista estadounidense. Esta pugna se trasladó a todos los estratos institucionales de esa postrera modernidad que desembocaría, años más tarde, en otros avatares impensados y, sobre todo, en una mutación del capitalismo hacia la globalidad posmodernista.

    Las bibliotecas públicas y la formación profesional no fueron una excepción aislada de ese período histórico. Una ilustración elemental de dicho fenómeno conflictivo se observa en la literatura de ese período. El pensamiento democrático liberal de raigambre social de Jesse H. Shera (1972) y el materialismo dialéctico de Ogan S. Chubarian (1976), son solo una muestra de ello (Moncada Patiño, 2008). No se pretende juzgar ni tomar una posición de estos acontecimientos. Pero sí intentar una modesta y muy breve interpretación preliminar que, por otra parte, demandaría de un estudio de gran aliento y profundidad. Lo cierto, (y aquellos que fuimos estudiantes en el transcurso de esos "años de hierro" donde las libertades y las vidas eran avasalladas o resultaban una dádiva de los dictadores de turno, lo sabemos con real certidumbre), es que la educación que recibíamos se centraba en tratar de eludir ese vértigo ideológico. Una circunstancia que era imposible de sostener en el tiempo, pues como se ha señalado, nada de lo político, ni siquiera la neutralidad, se puede enquistar fuera de la realidad. La neutralidad promovida dentro de la biblioteca pública en ese interregno fue un intento estrictamente de impulso y decisión política (no un mero ejercicio de apolitismo); acaso un intento político por sobrevivir como institución a una coyuntura de gran tensión y compulsión partidaria.

    Varios importantes bibliotecarios latinoamericanos (nos centraremos ahora en los argentinos) aprovecharon esa aparente neutralidad para llevar a cabo una relectura de la Bibliotecología en clave social latinoamericana. Nos referimos a Josefa E. Sabor y Roberto Juarroz. Dos personalidades cuyas ideas políticas estaban lejos del marxismo y que admiraban la cultura profesional norteamericana. En primer término, Sabor propuso que era indispensable revisar el "concepto y las funciones" de las bibliotecas latinoamericanas, ya que nuestra mirada, influida por el modelo de Estados Unidos, estaba dejando a un lado la idiosincrasia de Latinoamérica (Sabor, 1966). Un antecedente de esta cuestión, aunque aun ceñido al modelo estadounidense, es un interesante trabajo de Carlos Víctor Penna (1960). En un segundo momento, la experiencia de Juarroz y su "Curso Audiovisual de Bibliotecología para América Latina", alcanzaría una proyección continental sin precedentes. La Unesco demandó la ayuda de la Escuela de Bibliotecarios de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (hoy Carrera de Bibliotecología y Ciencia de la Información) y le solicitó la creación de un curso para que circulara en distintos países latinoamericanos. De este modo nació en 1969 una experiencia audiovisual que recorrió varias ciudades americanas: Tucumán (Argentina), Cochabamba (Bolivia), Quito (Ecuador), Tegucigalpa (Honduras) y La Habana (Cuba). La magnitud de esta empresa, novedosa en nuestra geografía y posicionada en la vanguardia de la educación bibliotecaria, se vislumbra en el material que requirió su confección: 70 clases grabadas en cintas magnetofónicas, 640 diapositivas y un diverso material complementario. Entre los objetivos formales del curso solo señalaremos dos de los más importantes: el mejoramiento profesional del personal de las bibliotecas y su utilización, con fines pedagógicos, por las escuelas de Bibliotecología (Penna, 1970a).

    Roberto Juarroz difundió esta singularísima experiencia itinerante de la Bibliotecología latinoamericana y, en particular de la esfera argentina, en dos opúsculos donde detallaba, tanto en forma cuantitativa como cualitativa, el balance de lo realizado (1970 y 1971). Recientemente el Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas (FFyL-UBA), rescató y migró a soportes modernos las grabaciones de las clases originales. Es en ellas donde la velada "posición neutra" del bibliotecario resulta, al final, inexistente. Deviene imperioso, pues, rescatar la íntima intencionalidad del Curso con las palabras de la exposición inaugural de Juarroz:

    Pero hay algo que importa más que todo esto y con lo cual quiero cerrar este primer contacto con ustedes. El Curso audiovisual de Bibliotecología ha nacido de una actitud que debe ser compartida por quienes lo reciben, ya que solo sobre esa base se cerrará fecundamente su ciclo; y esa actitud está hecha de los siguientes elementos: fe en nuestra profesión y en la función social, cultural, informativa y educativa de las bibliotecas como factores incuestionables del progreso integral de nuestros pueblos. Fe en la cultura y todas sus manifestaciones como canalización suprema del poder creador del hombre y como camino para superar la violencia de arriba y de abajo, la discrecionalidad y el sectarismo, el estancamiento y la injusticia. Fe en la capacidad de los pueblos de América Latina en el trabajo y la inteligencia de sus hijos para lograr un mundo mejor, más libre y más abierto, donde la efectiva vigencia de la democracia asegure una vida más digna para todos... Y fe en la aventura del hombre sobre la Tierra en su lucha contra el caos y la regresión, contra la fatalidad y la ignorancia, contra todas las fuerzas que se oponen a la vida. Este curso, en suma, ha nacido de un acto de fe... (Juarroz, 1969: Ia Clase).

    Nos encontramos ante un discurso cuya claridad y elocuencia son meridianas. En el fondo, casi en forma soterrada pero no por eso menos contundente, hay un manifiesto político de aquello a lo debe aspirar a ser cada bibliotecario en América Latina.

    A esto debe agregarse, siempre desde la Argentina pero ahora en forma internacional, la aparición en esa época de dos libros muy significativos también auspiciados por la Unesco: Métodos de enseñanza de la Bibliotecología de la citada Sabor (1968) y Planeamiento de servicios bibliotecarios y de documentación de Carlos Víctor Penna (1970b). Estas obras estaban pensadas para las regiones en vías de desarrollo, es decir, con una mirada en la realidad de Latinoamérica. Constituían, pues, las herramientas pedagógicas y de gestión complementarias (de diagnóstico y aclaratorias) del pensamiento social y cultural expuesto por Roberto Juarroz.

    De este modo, esta aparente neutralidad de la Bibliotecología argentina en esos años, en su más cruda especificidad, no fue tal. La meta de este autóctono impulso bibliotecario fue lograr una impronta latinoamericana propia, y no una mera repetición de la librarianship and information science estadounidense. En el caso de Juarroz, su proyecto tuvo otras metas: insertar a la profesión en el seno mismo de las Ciencias Sociales y, asimismo, promover su anclaje en la sociedad de América Latina. Como bien se observa, fueron impulsos bibliotecarios muy ambiciosos y ejecutados con un fuerte criterio profesional. Detrás, pues, del cobijo y del amparo de la "neutralidad" moraban amplias iniciativas por alentar la gestación de los procesos de inclusión política de la ciudadanía.

    Sería oportuno hacer un resumen de lo expuesto hasta ahora, aunque haya en esto alguna redundancia. Hemos pasado revista a un proceso histórico irrecusable y, a la vez, con tendencias implícitas en su maleabilidad de realidades ambiguas y contundentes: el encuentro imprescindible entre las prácticas políticas y sus representaciones ideológicas con el universo de las bibliotecas públicas y en el núcleo mismo de la enseñanza de la Bibliotecología. La enumeración no se atuvo a un orden jerárquico; se ha proseguido una vía arborescente de deducción para ejemplificar dicha presencia. No solo fue necesario rastrear la política y el poder en la Historia de las Bibliotecas sino que, además, se debió analizar la puja por el "modelo" a instrumentar, una lucha de intereses que se disputó en la arena bibliotecaria latinoamericana entre la escuela estadounidense y la europea. Por añadidura, en el modelo argentino, se reseñó como esta última orientación tuvo "fuertes coletazos" por su anhelo de supervivir en los Centros de Documentación. Finalmente, con un caso de aparente neutralidad, en alusión al Curso Audiovisual de Bibliotecología, el cual constituyó una consustanciación de la profesión con sus raíces en las Ciencias Sociales. Todo esto, en conclusión, digno de un festín para el más avezado politólogo que quisiera investigar el cruce del destino de las bibliotecas y las urdimbres políticas alrededor de ellas.

    Entre las muchas preguntas que se pueden formular ante esta multiforme realidad y procurar una respuesta preliminar, es sensato detenerse tan solo en una de ellas: ¿cómo legitimar la visibilidad de este fenómeno? La cuestión no debe subvalorarse, ya que se ha puntualizado que la concienciación histórica desemboca, inexorablemente, en la conciencia política; por lo tanto, la autogestación de la identidad de nuestra profesión es un asunto imprescindible (no puede postergarse fuera de nosotros) que debe tratarse en el curso de los acontecimientos políticos, tanto locales, regionales, nacionales, internacionales como globales. En un mundo donde impera la globalización, la construcción identitaria se torna capital, ya que desenmascara el hecho de que toda identidad se configura, se sostiene y se eleva más allá de ella misma, en el pensamiento político.

    Dicha pregunta, en definitiva, se aproxima a una resolución factible cuando la pensamos dentro del campo de las ideas. En este contexto se vuelve demandante una vertiente insoslayable: las carreras de Bibliotecología tienen que contemplar, ahora con mayor brío y audacia, una materia que se plantee la confluencia de las ideologías y la Filosofía Política en la médula de la moderna Ciencia de la Información. Por supuesto, existen y han existido proyectos con diferentes características en torno a estos temas (libros, revistas especializadas -Progressive Librarian- artículos, seminarios, encuentros, congresos, círculos -el Círculo de Estudios sobre Bibliotecología Política y Social [CEBI] y su Correo Bibliopolítico- jornadas, listas o grupos de correo -[biblio-progresis-tas]- debates, ponencias, conferencias y temáticas curriculares afines incluso dentro de la propia Carrera); asimismo, como se ha dicho, hay una abundante literatura sobre el tópico. Pero lo que en este momento se impone es que todo egresado de nuestra área, incuestionablemente, tiene que haber vivido la experiencia única de cursar una asignatura que aborde, en profundidad, la entrañable interrelación entre "lo político y lo bibliotecario", como ya lo propusiera hace unos años Meneses Tello (2007: 394-395). Es una petición curricular indispensable y acuciante debido a diferentes argumentos.

    Una manera de consolidar a los profesionales que trabajan en las bibliotecas públicas se centra en dotarlos con la argumentación enriquecedora de las Ciencias Políticas. Pero, ante todo, por dos razones determinantes; en primera instancia, para alentar con mayor vigor la inserción de la Bibliotecología y Ciencia de la Información en el campo de las Ciencias Sociales, tal como lo suscriben numerosos autores (Rendón Rojas, 2008; 2007); y en una segunda aproximación, para preparar a los futuros bibliotecarios en la discusión política que debe llevar a cabo nuestro campo frente a esas disciplinas en constante rearticulación. Las Ciencias Humanas poseen "una marginalidad creadora" (Dogan & Pahre, 1993) en constante disputa y expansión ambiental; esto es una especie de mutación de aquello que Max Weber llamaba como su "eterna juventud", ya que plantean "problemas siempre nuevos" (Weber, 1973).

    Hoy en día las geografías bibliotecarias patentizan y promueven esa cosmología del hombre que se manifiesta como irrefutable: el vivir pautados por el devenir político. No es otra cosa que el constante fluir normativo y mudable de las personas en su relación con el Estado y en su convivencia social en tanto individuos insertos en dinámicas gregarias, tal como lo planteó Aristóteles en su Política y, luego, con numerosas variantes e innovaciones, la mayoría de los pensadores que reflexionaron sobre la Filosofía Política hasta la actualidad. La política -esto es un tema central y dejado de lado en muchísimas oportunidades-no es en exclusividad un atributo del Estado-nación y de los políticos. Es un prisma de acciones asentadas en un repertorio de actitudes reflexivas e, incuestionablemente, propia de cada miembro de la sociedad: "en la medida en que interviene o trata de intervenir en los procesos que permiten llegar a las decisiones respecto a las formas de Gobierno, los planes gubernamentales, las condiciones dentro de las cuales se ejerce la libertad individual, el cumplimiento de la justicia, etc." (Ferrater Mora, 1979: 2620).

    El oficiar políticamente (hacer de la política una práctica cuando se diseñan las actividades de una biblioteca pública, ya que no existe sustracción alguna a esta eventualidad) redunda en un sinfín de beneficios para la profesión. Existe una marcada imposibilidad para establecer su numeración y caer, de este modo, en una serie de lugares comunes. Pero es importante tener en cuenta que la política se desenvuelve gracias a sus ideas y que estas últimas constituyen la dinámica de las ideologías que luchan por imponer sus conceptuaciones e intereses. Entre otras cosas, acaso una de las más importantes, es la lucha contra los mitos adversos que condicionan a las sociedades con respecto a sus bibliotecas (Fiels, 2011). La representación que los ciudadanos tienen de estas instituciones es determinante para que sean sustentables en los procesos de posmodernidad virtual. Una posición política contundente y mancomunada entre todos los bibliotecarios acerca del papel de la lectura atenta y en profundidad (Casati, 2015) ante la fragmentación dispersa de la lectura digital es, sin duda, una decisión política rotunda en aras de salvaguardar el papel de las bibliotecas públicas. Luchar para que los profesionales que trabajan en estas entidades breguen por alentar entre ellos un pensamiento ontológico y la génesis de una verdadera epistemología social (Budd, 2004) de aquello que hacen y no otra cosa (aquello que los define como bibliotecarios) es, sin equívocos, trazar los fundamentos políticos de nuestra disciplina. Interpretar, en medio del presente caos de "obesidad informativa" carente de ponderación, relevancia y pertinencia, que ya no tenemos con exclusividad lectores plenos de tipografía lineal sino, además, en forma creciente, "espectadores e internautas" (García Canclini, 2007) es, ciertamente, planificar los espacios de las Ciencias Políticas del porvenir de la Bibliotecología y Ciencia de la Información. Intentar la reconfiguración de los nuevos destinos sociológicos que, ya sin retorno, están golpeando las puertas de las bibliotecas públicas y que han fundado una cabecera de playa en su intramuros es, también, por cierto, detenernos a meditar que en la actualidad el pueblo (y los ciudadanos) se han metamorfoseado, en palabras de Paolo Virno (2003), en multitudes o muchedumbres que tienden a estados amorfos e indiferenciados; y que, en consecuencia, los profesionales públicos deben rescatar a las multitudes y fomentar su personalización creativa como productores de conocimiento. Y procurar -con persistencia y ajenos a toda claudicación- el esclarecimiento contextual del "paradigma político de la biblioteca pública", como lo sostiene Felipe Meneses Tello (2013) en una importante contribución donde resume el estado de la cuestión del tema que nos ocupa, y en otros de sus aportes (Meneses Tello, 2007; 2008).

    A todo esto debemos sumar, además, tres aspectos que se enlazan al presente paradigma: la puesta en texto del discurso, las articulaciones éticas y la defensa de los derechos humanos. En primer término, para tener una voz en la biblioteca pública (y para escuchar muchas voces distintas) hay que fundamentar qué clase de textualidad evoca el sentido político de estas instituciones, pues existe una retórica ortodoxa y tradicional de las "palabras bibliotecarias" sobre esta temática. En un sentido amplio, se requiere subvertir esa tradición, e ir en pos de un discurso abierto y proclive a las excursiones más novedosas. Todo discurso se encuentra encubierto por un laberinto de intencionalidades de dominio (Foucault, 2003). Debemos escribir en Bibliotecología y Ciencia de la Información desde umbrales más heterodoxos y, por qué no, más proclives a lo libertario. Crear un discurso cuya peculiaridad se adentre en las constelaciones políticas que han generado y generarán a las bibliotecas públicas. En segundo término, hacer hincapié en una zona de complejidad creciente: redefinir los valores de la profesión y las bibliotecas. Estamos ante un dilema ético, pues hay que tomar partido por los propósitos últimos de nuestro trabajo (Budd, 2006; 2008). Debemos hacer el esfuerzo, pues, de autorrepresentarnos por nuestras propias finalidades. Finalmente, como tercera aproximación, rediseñar una de las dimensiones de mayor manifestación política en el centro vital de las bibliotecas públicas: su activa participación por los derechos humanos (Samek, 2008). Es en este fértil terreno donde a los bibliotecarios se les presenta una alentadora ocasión de reconocimiento político-social. Un campo de trabajo que, en particular, posee un amplísimo desarrollo de producción bibliográfica en la disciplina, al interrelacionarse con las bibliotecas y "el compromiso social" (Gimeno Perelló, López López & Morillo Calero, 2007).

    ¿Cuáles son, en forma particular, nuestros propósitos en la biblioteca pública? Un valor fundacional es la diversidad y la multiplicidad. Una entidad de este tipo nacida por y para gente jamás puede imaginarse como una expresión monosílaba. Es múltiple en su lenguaje polivalente y en sus estados de apertura. No se trata solo de propiciar una manifestación diversa de la sociedad, se trata de no ahorrar los medios para incluir en sus muros (y extramuros virtuales) a los desclasados, a "los de abajo", a "los ocultos", a los subsumidos por todo tipo de exclusión. De intentar remediar "lo exclusivo" cuando se transforma en una expulsión o en extrañamiento. De eliminar, por las concepciones axiológicas y teleológicas de toda biblioteca pública, los fenómenos de discriminación, sea política, económica, o de elección sexual. Cuando se gestionan con plenitud estas entidades del dominio público expulsamos, en lo íntimo, toda modalidad de intolerancia. Se opera mediante un rol inexorablemente pedagógico, en todo aquello que conduce a una empatía entre los ciudadanos y el avance en su educación social (Jaramillo, 2013). La biblioteca pública, en su acontecer político, es un sí-lugar para toda forma de intercambio y esperanza; en sentido lato, su desarrollo político llega al clímax en el diálogo.

    A sus puertas, entonces, llegan todas las ideologías: liberalismo, neoliberalismo, marxismo, etcétera. Y esto, para los bibliotecarios ortodoxos que aspiran a un neutralismo a ultranza, puede llegar a ser inadmisible o improductivo, pero es, sin duda, una fortaleza contundente. Lo inadmisible solo se centra en el fascismo, en el nazismo y en la posibilidad de la unicidad del totalitarismo. Señala, una y otra vez, en ese vaivén de realismo virtuoso, que la biblioteca pública no está apartada de las cosas y de las personas, como un anacoreta en el desierto. Debe, pues, coexistir la multiplicidad ideológica, tanto en instancia de polémica como de reflexión hermenéutica y fenomenológica. El desafío que acecha a estas bibliotecas es el sectarismo. La encrucijada se ciñe en evitar las posturas dogmáticas. Este elemento es de suma importancia, ya que las bibliotecas del futuro, para ser centros de civismo y plena ciudadanía, tendrán que aspirar a ser autogestionadas por los bibliotecarios y sus usuarios. La ocasión es inmejorable, y aún más ante las desigualdades que se manifiestan en América Latina: las bibliotecas públicas pueden (y deben) proyectarse hacia democracias de participación directa con diversas cogestiones según los intereses de cada comunidad. El cogobierno es una garantía para no precipitarnos en el dogma, para residir -con la mirada política- fuera de "la caída dogmática". El factor, por supuesto, no es mínimo ni un elemento advenedizo: el gran tema del porvenir bibliotecario se centra en la gobernabilidad del dominio civil en el núcleo decisorio de la biblioteca pública. Esta última es una condición básica, ya que nos brinda la posibilidad de su proyección como centros de creación y, fundamentalmente, como horizontes móviles donde fomentar conocimientos inexistentes y así estimular una "heterodoxia de la imaginación bibliotecaria".

    También se requiere su plena participación en las coyunturas epocales, pues no debemos olvidar que la "ciencia política", en términos gramscianos, "es una filosofía de la praxis" (Gramsci, 2012: 87). Una praxis que es hija de su tiempo y que ejerce su práctica de empoderamiento en esas instituciones. La globalidad implica un nuevo concepto de aquello que se entendía por "territorio"; hoy existen "otras geografías" que cambian constantemente en sus desplazamientos: territorios internacionales, nacionales, subnacionales, regionales, locales y la rica mixtura de sus combinaciones. Asimismo, emergen las representaciones físicas y virtuales de las "ciudades globales" y aparecen las identidades distorsionadas de "otros" Estados-nación distintos a los existentes (Sassen 2010; 2012). Todo esto a tal grado, que el pensamiento político y de flujo de capitales de la actualidad, nos induce a pensar en la inminente veracidad de bibliotecas públicas globales, tanto desde la esfera local como en sus redes transnacionales.

    La espacialidad y sus territorios forman parte de esa feraz construcción de las decisiones políticas ensambladas con las bibliotecas públicas, ahora sumergidas en ilimitados procesos de digitalización. Repitiendo en forma distorsionada, como en un violento escorzo, la utopía de una Biblioteca de Babel de la virtualidad, o quizás una "fantasía de la biblioteca" o una "Biblioteca fantástica" (Foucault, 1987) en su totalidad desmadrada por la desmesura de sus contenidos tipográficos y electrónicos. Porque la virtualidad universal y la globalidad bibliotecaria son representaciones reales que, sin solución de continuidad y en forma disruptiva, están sustentadas por acciones políticas, ideas y hechos signados por las ideologías.

    Las regulaciones y normativas del espacio digital privado, donde el capital y el poder concentrado establecen las leyes de mercado, poseen y gestionan una tecnología que supera al espacio digital de acceso público disponible en la Web. La posición de la socióloga Saskia Sassen es muy ilustrativa en este punto: "... la utilidad que obtienen las empresas financieras es máxima comparada con, por ejemplo, una biblioteca pública con acceso a Internet" (Sassen, 2012: 117). Por lo tanto, se vuelve determinante para las bibliotecas públicas la elaboración de "un plan medular de acción política" para lograr una mayor democratización de sus servicios en un universo de usuarios que llega de la mano de la faceta del multiculturalismo. Hablamos muchas veces de una arquitectura de la información, pero debemos declamar, para estar en el mundo, por una arquitectura política de la información y el conocimiento en la red de bibliotecas integradas -públicas y de otros tipos- que nos aguardan en el futuro. Una autoconciencia de la necesidad de responder adecuadamente, desde las filas de la vida bibliotecaria, sobre "la naturaleza del conocimiento" (Kemp, 1976) como un nutriente indispensable para nuestros usuarios.

    De este modo, en una especie de espiralado giro perpetuo, regresamos al punto de inicio: solo el pensamiento político le dará su razón de ser a estas instituciones. Debemos investigar, pues, los procesos que nos llevaron y llevarán a pensar el cruce de la política con las bibliotecas públicas, como también analizar las causas y consecuencias que las involucra con y desde las Ciencias Políticas. Sin embargo, lo anterior debe darse dentro de una plena participación democrática, donde puedan convivir y discutir todas las ideologías, donde sea posible escuchar la prosa Del buen salvaje al buen revolucionario (1976) de Carlos Rangel y la narrativa de Las venas abiertas de América Latina (1971) de Eduardo Galeano, donde las voces disímiles se multipliquen en una manera "políticamente" sutil y plural, donde sea posible exaltar las diferencias tanto como detenerse en las similitudes y coincidencias.

     

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