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    Fuentes, Revista de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional

    versión impresa ISSN 1997-4485

    Rev. Fuent. Cong. v.10 n.43 La Paz abr. 2016

     

    PALABRAS ANCLADAS, RETAZOS DE UNA [POSIBLE] HISTORIA DEL LIBRO

     

    Eslabón 1: Palabras Ancladas, Palabras Cautivas

     

    Edgardo Civallero*
    * Licenciado en Bibliotecología y Documentación.
    Especializado en clasificación, bibliotecas y sociedades indígenas, tradición oral, historia del libro, desarrolla una importante tarea de divulgación a través de libros y artículos digitales.

    Recepción: 27 de marzo de 2016 Aprobación: 22 de abril de 2016 Publicación: Abril 2016

     

     


     

     

    Nota del Editor. A partir de esta edición, Fuentes se complace en dar la bienvenida a Edgardo Civallero, con su columna Palabras ancladas. Retazos de una [posible] historia del libro. Edgardo Civallero (Buenos Aires, 1973) es Licenciado en Bibliotecología y Documentación por la UNC (Argentina), donde también cursó estudios de Historia. El prestigioso profesional se especializó en clasificación, bibliotecas y sociedades indígenas, tradición oral e historia del libro. Ha publicado numerosos trabajos académicos sobre esos y otros campos de la bibliotecología. También desarrolla una carrera como intérprete e investigador en el ámbito musical. En ambas disciplinas realiza una importante tarea de divulgación.

     

    La historia del libro -o, mejor dicho, la historia de los documentos escritos, tengan el formato que tengan- es un relato fragmentario y parcheado, cosido aquí, remendado allá, agujereado acullá. Los saltos y las lagunas son más abundantes que los hechos confirmados, y la secuencia cronológica de estos últimos tiene una fuerte tendencia a deshacerse, a perderse por senderos que no llevan a ningún sitio.

    Y aún así, a pesar de tratarse de un relato bastante incierto, esa narrativa de cómo las palabras quedaron ancladas -amarradas para siempre a la arcilla, a la seda, al papiro, al pergamino o al papel- compone una parte importante de nuestra historia como sociedades y de nuestra identidad como seres humanos.

    En esta columna bimestral iré recuperando algunos de esos retazos, eslabones sueltos o enganchados de una tradición escrita que lleva más de cinco milenios entre nosotros. Con ellos no pretendo realizar un aporte académico a la disciplina bibliotecológica: solo busco divulgar y hacer visible ciertos hechos, algunos datos y un puñado de encuentros y desencuentros entre el hombre y la palabra en tiempos y horizontes distantes. O no tanto.

    Hablaré de palabras ancladas. También, aunque me pese, tendré que hablar de palabras cautivas. Pues no siempre la palabra escrita fue palabra libre. No fueron pocos los que argumentaron que encadenar la palabra hablada a un soporte físico, material, tangible, era destrozarla, cortarle las alas, desproveerla de su libertad y de su magnificencia. Fueron muchos más los que, viendo a la palabra prisionera, incapaz de abandonar el medio al que había sido fijada para sobrevivir la inmediatez del habla, aprovecharon para manejarla a su antojo, y la usaron para dominar, para abrirse puertas y para cerrárselas a otros.

    Tal fue el caso del emperador Carlos V, quien durante el primer tercio del siglo XVI implantó en España la prohibición de llevar a las Indias novelas y libros de romances. Todo comenzó con una Real Cédula que firmó en Ocaña (Toledo) el 4 de abril de 1531:

    f1

    Nuestros oficiales que residís en la ciudad de Sevilla, en la Casa de Contratación de las Indias. Yo he sido informado que se pasan a las Indias muchos libros de romance, de historias vanas y de profanidad, como son de Amadís [de Gaula] y otras de esta calidad; y porque este es mal ejercicio para los indios y cosa en que no es bien que se ocupen ni lean, por ende yo os mando que de aquí en adelante no consintáis ni deis lugar a persona alguna a pasar a las Indias libros ningunos de historias y cosas profanas, salvo tocante a la religión cristiana y de virtud en que se ejerciten y ocupen los dichos indios y los otros pobladores de las dichas Indias, porque a otra cosa no se ha de dar lugar.

    Años después firmó otra Real Cédula (Valladolid, 13 de septiembre de 1543) en la que repitió su orden y brindó más detalles sobre sus motivos:

    Sabed que de llevarse a la dichas Indias libros de romances y materias profanas y fábulas, así como son libros de Amadís y otros de esta calidad de mentirosas historias, se siguen muchos inconvenientes, porque los indios que supieren leer, dándose a ellos, dejarán los libros de sana y buena doctrina y leyendo los de mentirosas historias, aprenderán en ellos malas costumbres y vicios; y además de esto, desde que sepan que aquellos libros de historias vanas han sido compuestos sin haber pasado así, podría ser que perdiesen la autoridad y crédito de nuestra Sagrada Escritura y otros libros de doctores santos, creyendo, como gente no arraigada en la fe, que todos nuestros libros eran de una autoridad y manera; y porque los dichos inconvenientes y otros que podría haber se excusen, yo os mando que no consintáis ni deis lugar que en ninguna manera pasen a las dichas nuestras Indias libros algunos de los susodichos, y para ello hagáis todas las diligencias que sean necesarias, de manera que, ni escondidamente ni por otra vía, no se lleven.

    Esta cédula se transformó en una ley (Valladolid, 29 de septiembre de 1543) que firmó el propio emperador y que quedó recogida en la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias (1681; Libro I, Título XXIV, Ley IV).

    El historiador chileno Miguel L. Amunátegui (1828-1888), comentando este claro ejemplo de censura, señalaba que, si de Carlos V hubiese dependido, los americanos de entonces (europeos o indígenas) no hubiesen podido leer ni poesías, ni novelas, ni ninguna obra que estuviese destinada al entretenimiento o a la diversión. Lo cual hubiera dejado fuera, por cierto, a Cervantes, Lope o Calderón. Esto no es de extrañar viniendo de un monarca que, según Prescott (History ofthe Reign of the Emperor Charles the Fifth, 1857), no sentía ninguna afición por la lectura.

    A pesar de cédulas y leyes, los libros "profanos” supieron burlar los designios imperiales y terminaron recalando en las Indias. Pues la palabra cautiva -tanto hablada como escrita- ha demostrado una y otra vez que, tarde o temprano, siempre logra liberarse de cualquier atadura que se le imponga.

    Foto: "The Library of Chained Books". Catedral de Hereford, Reino Unido, 1992. (c) Chris Killip.