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    Umbrales. Revista del Postgrado Multidisciplinario en Ciencias del Desarrollo

    versão impressa ISSN 1994-4543

    Rev. Umbr. Cs. Soc.  n.24 La Paz dez. 2012

     

    TEMA CENTRAL

     

    Excepcionalidad de la violencia

     

     

    Maya Aguiluz Ibargüen1

     

     


    Resumen

    Frente a una excepcional realidad mexicana, actualmente algunos estudios están empleando el concepto fuerte de Estado de excepción (desde la revisitación al concepto hecha por Giorgio Agamben), que significa la prevalencia de un vector en el campo político y social: aquel que produce algunas vidas como 'nuda vida'. Sin embargo, dando por sentado que esta perspectiva sobre la biopolítica actual es central para la comprensión de la naturaleza ambivalente de las formaciones estatales, este artículo enfoca a la articulación de la excepcionalidad con las atrocidades como un flujo ordinario de la cultura mexicana, que ha formado un imaginario donde predomina la interdicción del duelo y donde la violencia predatoria ha colonizado los "márgenes del Estado" (Veena Das y Deborah Poole).

    Palabras clave: Excepción, formación estatal, violencia predatoria, México.


    Abstract

    Currently, to reflect an exceptional Mexican reality some studies are applying the hard concept of State ofException (from the re-visitation made by Giorgio Agamben). This means thepre-valence ofone vector in the social and political field, that is: to produce some Uves as 'bare Ufe'. Nevertheless, takingfor granted that today thisperspective on biopolitics is centralfor unders-tanding the ambivakntnature ofthe State formations, this article focuses on the articulation of exceptionality with the atrocities as a currency ofthe ordinary Mexican culture that has shaped an imaginary where mourning is interdicted, and the depredatory violence has colonized "the margins ofthe State" (Veena Das and Deborah Poole).

    Key words: Exception, State formation, predatory violence, México.


     

     

    He encontrado en la "excepcionalidad de la violencia" una frase indicativa, aunque ciertamente no la mejor ni la más cabal, para referir a una violencia que resulta tan insoportable como perturbadora cuando tiene lugar de manera eventual, a manera de un raro episodio, o que se aparece como ese doble que todos traemos consigo, cuando se presenta mediante un terrible hallazgo en algún paisaje cotidiano. A su vez, la violencia excepcional se trata de una variedad entre las formas de violencia registradas, que se ubica indistintamente dentro de escenarios de extrañamiento radical donde la muerte se convierte en un sujeto de la vida diaria (lo que puede coincidir con los contextos de guerra). También su excepción consiste en periodos de escalamiento, cuando ha sido propulsada por enfrentamientos fraticidas en los cuales el cuerpo de las mujeres se objetiva como tributo guerrero, un valor carnal apropiado o poseído con el objeto de conferir prestigio y estatus al agente violento. Excepcionalidad violenta porque los eventos letales se suceden todos los días, independientemente del tiempo en que la violencia haya acontecido.

    En cualquier caso, la violencia actual se convirtió en México desde el 2007, según se evidencia cotidianamente, en un mecanismo que dispone de las cosas, que trastocó los lenguajes, atraviesa el espacio de experiencia y las percepciones de las personas y ha alterado sus prácticas habituales. No parece contar siempre como condición de excepción, participa de un imaginario (representación colectiva) especialmente porque no acaba de encarnar en experiencia colectiva y, por el contrario, pese a ser una regla y efectuarse a partir de reglas para su ejecución, la violencia se asume a modo de un 'mientras tanto', un estado intersticial: está ahí, atraviesa las personas, sus mundos de vida sin en cambio pertenece a otros implicados directamente en el ejercicio de la violencia.

    Giorgio Agamben ha hecho hincapié en que el Estado de excepción (2004) moderno es una creación de la tradición democrático-revolucionaria (2004: 29), por lo tanto, su presencia coincide con un después de las distinciones operadas, aunque básicamente en un sistema de poderes (legislativo, ejecutivo, etcétera) y con un acto que no emana de un hecho dictatorial (la asunción de plenos poderes) sino de una interrupción del derecho y de un vacío de sus propios atributos (2004: 30 y 95).2

    Pero esa lectura de la cuestión política tuvo como contexto para su reformulación reciente el paso de las formaciones estatales sociales a formas de Estados de seguridad, donde esta categoría de seguridad surge como paradigma para gestionar el desorden, las situaciones excepcionales vividas por poblaciones o personas, quienes en suspensión temporal de su investidura legal quedan expuestos a otros concretos (su ley, su forma de vida) o a la amenaza de un Otro absoluto (la muerte).

    Socialmente el refugiado ha calificado como una categoría de excepción que a su búsqueda de refugio se añade una estancia obligada en zonas, campamentos o comunidades guetoizadas y una nula o limitada concesión de prestaciones estatales por parte de los países de recepción, lo que coincide con la caracterización de la condición de los migrantes, independientemente que éstos se hayan adscrito o no a una política de asilo humanitario o político.3 No obstante, menos atención ha merecido la aparición de vidas desnudas, desprovistas de valor cultural (simbólico), político o legal, en contextos de vida democrática y ciudadana con formas extremas de violencia, sino sea por el caso de los miles de desplazados y víctimas de las guerras y conflictos armados en Colombia, tema tratado hasta hace pocos años como una particularidad incluso en aquellos dilemas sobre la colombianización o no de procesos de violencia en otros países latinoamericanos.

    La excepcionalidad de México, un país quebrantado por el fenómeno de la violencia que se erige como esa "cosa" del mundo tal y como es vivido, aunque comparta con las historias regionales rasgos en cuanto a los agentes letales, los carteles mexicanos que debaten el territorio y los circuitos de tránsito de estupefacientes o las organizaciones paramilitares que les sirven o con las que se enfrentan, y aunque se encuentren líneas de identidad con el específico caso colombiano por una serie ritual de actos sangrientos y locaciones con muertos que aparecen, aglutinados o seccionados, en estados horribles, la cuestión menos importante por ahora es encontrar símiles y diferencias, lo que interesa, en cambio, es responder a la presencia de esa cosa en su singularidad.

    Lo real de lo real de la violencia se confronta en las atrocidades cometidas, el abandono de poblaciones, sin otra protección que la de una autodefensa privada, la conversión de la mitad del territorio en una ancha frontera, más espacio ilimitado que demarcación física, donde la muerte se ejecuta sobre mujeres, migrantes, jóvenes traficantes, y las armas ocupan el lugar de la mercancía de amplia circulación, lo que comporta lo real es tanto la repetición de su constante hechura, la velocidad con que la violencia acontece y, sin embargo, la dificultad cotidiana de vivirla sin poder darle nombre.

    Wolfang Sosky, al escribir un breve y brillante tratado sobre la violencia, dedicó un capítulo a "la masacre" (2006: 171-189), una matanza sobre gente indefensa, generalmente resultado de una persecución social con el objetivo de la aniquilación de un grupo humano y cuyo único sinónimo es el exterminio, como dice Jean Luc Nancy: "una palabra que no deja dudas; es ir al extremo, no dejar que nada subsista" (2006: 11). No han sido pocas las masacres en la historia humana, pero en su curso se destacan "por las consecuencias que tuvieron y por haber escapado a la comprensión tanto de los contemporáneos como de la posteridad" (Sofsky, 2006: 176).

    El comportamiento asesino de los perpetradores de la violencia mexicana, además desmesurado desde que se regodea en el sufrimiento de las víctimas, coincide en esto con el dispositivo letal de la masacre y también con la estrategia persecutoria elemental de "ir por ellos" y, no obstante la similitud, se despliega sobre el lado del carácter incomprensible del mal. Para el caso de México, el desbalance de un grupo de decisores políticos

    que eligieron llamar guerra a un intensivo y extensivo despliegue militar en el país cuyo blanco era el crimen organizado desembocó en fracaso o en un resultado con varios efectos colaterales y, paradójicamente, en un escalamiento de la violencia, con la aparente inocencia del discurso oficial4 al rotular una acción política interna con semejante sustantivo, cuando nombrar es un acto político.

    "Nombrar la violencia no refleja solamente una lucha semántica, refleja el punto en el cual el cuerpo del lenguaje se vuelve indistinguible del lenguaje del mundo: el acto de nombrar constituye un enunciado per-formativo" (Das, 2007: 206). Al nombrar el asesinato, luego de un tiempo transcurrido de haber vivido con el peso sobre los hombros de sentir que "vienen por nosotros", o la desaparición forzada (como se identifica en el país a las situaciones en que ha habido presencia alguna de una representación de la ley), o la desaparición absoluta de esos cuerpos perdidos, a los que se aplica la reflexión de Judith Butler en su Vidas Precarias (2006): si varios desaparecen y esas personas no son nadie, puesto que se trata de cuerpos sin lugar-fuera de la ley (en el territorio mexicano, los inmigrantes centroamericanos principalmente), habría que cuestionarse ¿qué y dónde desaparecen y cómo puede tener lugar el duelo?

    En otra parte me he referido al duelo imposible en el México contemporáneo como un problema espectral aún por construir política y social-mente (Aguiluz-Ibargüen, 2012), por lo que el propósito de este trabajo se limita a caracterizar el nombre de la violencia en el país5 valiéndose de las siguientes reflexiones: en un primer apartado, bajo la concepción de las formaciones estatales, se trata la violencia que surge en sus propios pliegues dando lugar a una constante tensión entre fuerzas del orden y el desorden; ambas pueden, o no, hacer uso de la violencia legítima e ilegítima, en la terminología política convencional.

    En segundo término, en "El vector de subjetivación en el México contemporáneo. Excepción y regla" se hace hincapié en la urgencia de nombrar las muertes violentas, como parte de una "política del nombre" con autonomía relativa respecto a los ejecutores y de las principales fuerzas letales que han operado en ese país desde hace tres décadas, y se enfrentan con beligerancia en los siete años pasados: los carteles de la droga y organizaciones criminales, la militarización y la guerra, entendida ésta como un sujeto social.

    En el tercer y último apartado, "Enmarcando la violencia en el México excepcional", me refiero brevemente a las tesis que las ciencias sociales han compartido acerca del "marco" de nuestras aproximaciones teóricas y/o empíricas, y en el caso del fenómeno totalizante tratado aquí propongo el marco apocalíptico y la violencia predatoria.

     

    Formaciones estatales y la violencia en sus pliegues

    La frecuencia de las desapariciones como el número de cuerpos perdidos, el carácter masivo de cuerpos insepultos que han cobrado los cadáveres en los paisajes mexicanos, los hallazgos de fosas comunes, índice de una matanza efectuada en un algún paraje (de la que no hay registro), la acumulación forense de osarios, sin identificar, todo lo cual califica dentro de ese "sufrimiento inútil" (según la expresión de Lévinas) que se experimenta cuando morir toma forma de una sucesión de actos masivos, arteros y desgarradores, puede denominarse de varias formas, pero nombrar esta muerte emerge como una condición central de la política.

    Es posible seguir hallando de la enredada madeja de la violencia circuitos causales, a varios actores y alentadores de la muerte asesina, pero aun cuando en toda su condición la crueldad de la violencia de lo real resista la representación, en última instancia sea ella misma indecible, su nombre, cualquiera que se elija, se erige como la única modalidad para restablecer en los sujetos que la viven el derecho de apropiarse de la palabra, de otorgar una identidad a algo sobre esa materia informe del morir. Solo después también será posible reconocer el matar impunemente. Al dar nombre a la muerte, aunque sea en una mínima parte, se restituye al ausente el sentido de su ausencia (Taylor, D., 1997).

    El arreglo del lugar que ha sido transgredido por la violencia comprende toda la dimensión espacial, es decir que atraviesa y copa el espacio público como el espacio vivido, en sus diferentes locaciones de arraigo, las territorialidades cotidianas, o en lo que bien han definido las antropólogas Deborah Poole y Veena Das, en "los márgenes del Estado": una zona de indeterminaciones y tensiones que corresponde a los propios pliegues del Estado. Estos márgenes no son exterioridades como en el pensamiento político clásico de Hobbes y Locke pudiera haber correspondido al espacio imaginado de América: una tierra de acecho, sino a esos espacios que Poole y Das sitúan en las dimensiones del lenguaje y de las prácticas sociales, donde los verdaderos espacios o lugares que impulsan la idea del estado de naturaleza encuentran los orígenes míticos o filosóficos del estado.

    Situados siempre en los márgenes de lo que se acepta como el territorio de control (y legitimidad) indiscutible del Estado, los márgenes estudiados por ellas están constituidos simultáneamente por lugares donde la naturaleza puede imaginarse como salvaje e incontrolada y donde el Estado está constantemente refundan do sus modos de instituir el orden y la ley. "Estos lugares no son sólo territoriales; son también, y quizás de forma más importante, lugares de prácticas en los que la ley y otras prácticas estatales son colonizadas por otras maneras de regular, que emanan de las urgentes necesidades de las poblaciones de asegurar su supervivencia política y económica" (Das y Poole, 2008: 10; subrayado mío).

    De acuerdo con las principales tesis modernas no fue precisamente la paz sino la conflictividad, incluso en su modalidad de guerra de todos contra todos, la base sobre la cual se erigió un andamiaje normativo y un poder por encima de las individualidades de los seres humanos, aunque hayan sido éstos quienes delegaron a un tercero su capacidad de autoprotección. Es este el principio hobbseano, la representación analíticamente viable con que el pensamiento político proveyó de razones suficientes para constituirse en garante de un orden social, del que el Estado participa en la figura de autoridad legítimamente instituida.

    Ya que la palabra derivada del latín violentía, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, alcanza a comprender tanto la acción de ultrajar como las consecuencias de violentarse, además de los actos que contravienen un modo habitual de proceder, habría que seguir para el caso mexicano el orden de presentación de las acepciones del diccionario, el de la "cualidad de violento", para asumir la gravedad de un atributo del sujeto-país.

    Cuando una violencia genérica subsume las violencias particulares, esa cualidad totalizante no supone una condición ontológica y permanente más bien da sentido a la operación de algún mecanismo, o muchos, que cubren reticularmente la sociedad, infiltrando microscópicamente el cuerpo social y tornando la violencia en aquello que Marcel Mauss denominó un hecho total.6 La totalización del hecho violento alcanza al régimen democrático como a lo social en su conjunto mostrando la lógica indiferenciadora de la violencia en la medida en que diluye la base misma del orden político y social como lo avizoró Jacques Derrida, en las reflexiones de sus últimos años de vida, cuando abordó la cuestión de la soberanía y su núcleo constituyente como razón de fuerza: mientras la violencia signada por la pulsión de muerte se imponga con su fuerza autodestructiva, las formas democráticas de vida social se ven minadas desde la estructura misma de su sistema autoinmune (Derrida, 2005).7

    Bajo esta perspectiva se observan factores y agentes portadores de modalidades de violencia sin considerarlas solamente en su forma de unidades de análisis exclusivas. Ni solo el Estado y la desinstitucionalización de su gobernanza, el sistema político y el conflicto democrático, la desatención a los vulnerables, ni la sobreproducción de masas de pobres -elevadas en algunos millones en los años recientes para quienes los medios de supervivencia se encuentran en amplias zonas de formas de vida ancladas en la informalidad y la ilegalidad-, ni tampoco la reactivación de lazos fraternales como suplemento elemental para sortear la muerte cotidiana entre los contingentes de hombres -con paulatina participación de mujeres supeditadas a la jerarquía masculina- dentro de los mercados ilícitos de tráfico de estupefacientes pueden configurar el manto violento.

    Pero evidentemente sí aumentan las cartografías y los estudios con conexiones novedosas desde la aparición de trabajos anticipatorios como aquel que detectó la instalación de una máquina simbólica en la vida diaria a través de la conversión de muchos, en espectadores del miedo, el crimen, la impunidad y violentas interacciones constantes que transforman el espacio común en miedo ambiente (según hiciera masiva esta expresión Zygmunt Bauman, inicialmente empleada en investigaciones sobre geografías locales de violencia en la Gran Bretaña de los noventa).

    En la región, un trabajo germinal alrededor del miedo como control social fue estimulado por Susan Rotker con la publicación Citizens ofFear: Urban Violence in Latin America [Ciudadanías del miedo: violencia urbana en América Latina] (2002) para tratar la predominancia de estas lógicas en los circuitos urbanos latinoamericanos.

    El toque distintivo de la violencia contemporánea coincide con lo que dos estudiosos del tema han reconocido a partir de sus particulares puntos de vista. Para Randall Collins, con su análisis microscópico de la violencia cuerpo a cuerpo (2008) y Rene Girard en su reciente reincursión a una violencia primordial y, a su vez, a la modernidad del principio de Clau-sewitz (2010), la característica contemporánea no es otra que la escalaáón% de la violencia.

    El ascenso vertiginoso de ese manto nacionalmente se despliega en la forma de expansión de carteles y mafias con cuadros altamente organizados en actividades que reproducen pequeños estados de monopolios de la violencia y proveen protección a cambio de lealtades y dominio territorial, comporta la forma específica de una "guerra contra el narcotráfico" y una militarización de México que se aceleró a comienzos del 2007 en la forma de una política de Estado de guerra declarada y que ha develado, por una parte, una recomposición de los llamados poderes fácticos desde los primeros 1990 con el despliegue de la ofensiva militar tras el surgimiento del movimiento zapatista en Chiapas y el magnicidio de Luis Donaldo Colosio, en 1994, del candidato presidencial del entonces partido oficial. Lo que entonces se develó también fue un complejo incipiente de articulaciones entre el debilitamiento del dominio de la ley y la extensión de la política de la producción del enemigo (Davis, 2010: 37).

    Sin hallarse del todo trenzada la historia reciente mexicana, una de sus madejas indudablemente está formada por la conversión de la violencia como un fenómeno total que asume aspectos históricos y a su vez permea múltiples realidades sociales y las singulariza en el marco de la disposición de muerte asesina. Caben en ese eje de análisis aspectos tanto materiales como subjetivos como el compuesto al mismo tiempo por la circulación de artefactos para matar y sobrevivir, altamente tecnologizados, con la masividad de la muerte a través de armas punzocortantes y procedimientos de lenta agonía.

    La unión de exhibición y exposición de los cuerpos9 adquiere en el contexto específico las encarnaciones de hombres-jóvenes sujetos a los mercados informales y a entornos de desposesión personales, al vaciamiento de las atribuciones del derecho estatal y a la transnacionalización del crimen, por citar algunos macroprocesos sociales.

    En medio de lo anterior, cobra relevancia una abrumadora presencia de la violencia cuya indistinción precisamente corresponde a uno de esos singulares que Alain Badiou y otro/as reconocen como una "singularidad innombrable", que reclama una "política del nombre" (Badiou, 2005: 38). Con esto Badiou indica una singularidad irreductible a cualquier otra cosa que a sí misma. Se trata así de una cosa que no se atraviesa vía el entendimiento convencional que persigue la pluralidad de un objeto, de un término empezando por aceptar su polisemia. Afirmar que la singularidad existe, que los nombres existen y que sin embargo no se la puede nombrar implica identificar ese singular en ciertas modalidades, asimismo lexicales, y en los "lugares del nombre" (2005: 54).

    Siguiendo el planteamiento antropológico del trabajo de Sylvain La-zarus, la política del nombre consiste en franquear el pasaje de la palabra -siempre un componente lingüístico- a la categoría intelectiva, producto de lo pensado e impensado, para finalmente establecer una relación con "lo real" (2005: 38). Solo se puede comprender lo singular por lo que se constituye en sus lugares.

    El sociólogo vasco Ignacio Mendiola ha resumido estos dos procesos contemporáneos mediante los cuales el carácter viviente y vulnerable del cuerpo humano se presenta, por un lado, en un polo de exhibición donde "la materialidad corporal se concretiza tanto en la carne como en todo el entramado de utensilios, ropajes y tecnologías varias con las cuales el cuerpo se relaciona y se expande..." en una extensión aperturante, mientras que por otra parte, expuesto al espacio social y a los marcos de realidad, "el cuerpo viene a designar una realidad liminal, abigarrada, que no es tanto aquello que tenemos cuanto aquello que somos" (Mendiola, 2010: 134).

    La liga entre una violencia multiforme y los lugares de la violencia se hace comprensible con y mediante ellos mismos por lo que en este planteamiento no-positivo estriba justamente su excepcional singularidad. En adelante, toco la violencia extrema bajo la perspectiva que la inscribe dentro de un modo de subjetivación que se fragua en condiciones de vidas precarias (Judith Butler).10 Una relación clásica en las ciencias sociales (de Hobbes a Foucault, de éste a Agamben pasando por el periodista vienes Karl Kraus y el mesianismo crítico de Walter Benjamín) reitera la sentencia según la cual la guerra -con independencia de que se nombre pero también cuando ella se declara- funda un lugar para el nacimiento subjetivo.

     

    El vector de subjetivación en el México contemporáneo. Excepción y regla

    Si bien, hoy en día, los estudiosos de las violencias nacionales experimentan riesgos profesionales en la medida que su práctica investigativa se ve condicionada, censurada, bloqueada o amenazada literalmente por los fuegos cruzados en un campo de confrontación directa y actual o simbólica y postergada, de cualquier manera, en una suerte de parte de guerra sostenida en México espacialmente por el periodismo independiente, las redes sociales y las plataformas diversas de la creación estética y el llamado "artivismo",11 las etnografías cuyo terreno de cultivo son las experiencias sociales se encuentran contenidas dentro de un orden societal mexicano que no ha resuelto su relación con la muerte asesina tornándose con esa contención en un vínculo antropológico con una "muerte desatendida".

    Tras el velo de un volumen inevitable de bajas de guerra, se ha dejado de ver un variopinto y voluminoso número de cuerpos ausentes: desplazados, migrantes en tránsito, huidos, desaparecidos, no identificados, secuestrados, bajo cautiverio obligado, víctimas situadas en un no-lugar del reconocimiento público en los tiempos recientes. Mientras no se proporcione un medio de clausurar las atrocidades vividas en el pasado inmediato -nuestro presente anterior- se abre paso una interdicción que niega y evita los comportamientos y rituales colectivos de luto y duelo. Para algunos, muy pocos, hablar del México contemporáneo es solamente decible desde la experiencia doliente, como lo repite Javier Sicilia, el poeta, a lo largo de su desplazamiento con el Movimiento por la Justicia y La Paz, que inauguró un martes 5 de abril de 2011, al entregar su carta pública al semanario Proceso, pocos días después del homicidio de su hijo y otros jóvenes amigos en Cuernavaca, la otrora ciudad de la eterna primavera:

    Lo que hoy quiero decirles desde esas vidas mutiladas, desde ese dolor que carece de nombre porque es fruto de lo que no pertenece a la naturaleza -la muerte de un hijo es siempre antinatural y por ello carece de nombre: entonces no se es huérfano ni viudo, se es simple y dolorosamente nada-, desde esas vidas mutiladas, repito, desde ese sufrimiento, desde la indignación que esas muertes han provocado, es simplemente que estamos hasta la madre (Sicilia, 2011).

    Ni la dolida confesión de quien habla desde el vacío, como lo delata Sicilia, desde el lugar propio donde aparece la "pura visibilidad de lo que escapa a toda aprehensión", a la comprensión humana (Blanchot, 2007: 121), han podido transformarse en "la potencia de la rabia y el estrago" capaz de realizar la abertura de un relato y movimiento colectivo que revele las posibilidades de la vida pública. El movimiento sustituto, porque el poder actualmente circula -como advirtió Michel Foucault- en los circuitos co-municacionales donde las imágenes han penetrado la materialidad de las cosas, las relaciones sociales, los cuerpos, sus prácticas, el trabajo, la sexualidad: todo lo que es vida se reconstituye en forma de representaciones: los hechos culturales, los signos, las representaciones cobran vida como lo hicieron las sillas fetichizadas que parecen bailar solas. Los mensajes imaginariamente materializados, las imágenes ingresan, por decirlo así, a funcionar "fisiológicamente" en el ser mismo de la realidad de la vida y las cosas (Lasch, 2010). De acuerdo con esto, una población se mueve compelida por las materia-imágenes (representaciones) que hacen sentido al encontrar a sus sujetos (nosotros) o que, podríamos agregar, quedan en suspenso cuando se anegan en la inundación de representaciones que no pueden ser representadas.

    El texto de Sicilia marcó un punto de inflexión en el tratamiento de la violencia desde que habló desde el punto de vista del dolor de las víctimas civiles de una guerra intestina, no obstante la irrupción de la voz del poeta -cuya peculiaridad es su gravedad y su emisión siempre en un medio tono que se funde con su gesto-, desde donde enuncia su indignación, paulatinamente se coloca como comienzo de un discurso social tal y como lo muestran la aparición de otras voces narrativas que hablan de esta figura que versa sobre el sufrimiento social provocado por el conflicto armado, donde "los actores más importantes son aquellos que se encuentran en el lugar donde ocurren los actos violentos, como muy bien lo explica Johan Galtung, el especialista noruego que ha mediado más de cincuenta conflictos del planeta en los últimos años" y como lo secunda un reportero sonorense, Diego Osorno, al epilogar Dolerse: textos desde un país herido de la escritora Cristina Rivera Garza (Osorno, 2011; Rivera Garza, 2011).

    La apelación al dolor ha emergido lentamente en la sociedad mexicana y, quizá ya, cobra potencia como parte de una política común que posicio-ne una evaluación del pasado reciente dentro de lo que se identifica como una memoria restitutiva y una "justicia transicional", basada en los derechos humanos de las víctimas de la violencia (ICTJ, 2008; Andrieu, 2010).12 Sin embargo, aun cuando ambas categorías formarían parte de una política de amplio espectro, como en los lugares donde guerras, dictaduras y variedad de conflictos han catapultado los derechos humanos de sus poblaciones o sectores de éstas, lo que por ahora interesa indicar no es tanto su importancia en un programa de re-transición de un régimen político construido sobre el desarreglo de las condiciones de existencia social con un frontispicio procedimental de sofisticadas estructuras jurídicas (electorales).

    Estas características de edificación política compartidas en varios países latinoamericanos se enmarcan dentro de las democracias violentas (Arias y Goldstein, 2010) en formaciones estatales donde las inequidades y fuerzas activas minan la cualidad de la vida de sus ciudadanos y residentes en zonas, circuitos o regiones grises, donde está ausente el primado efectivo del derecho y la ley que proteja de manera completa e igual a todos (2010: 4). Esas democracias políticas stricto sensu, conviven con dimensiones (económicas, culturales, sociales, etcétera) no-democráticas, con niveles extremos de violencias interpersonales y sociales y con el fenómeno creciente de mecanismos para/extralegales de autoprotección, seguridad y justicia por propia mano.

    La relación de estos rasgos asociados con la ausencia de un programa político de paz con justicia, la imposibilidad de llamar urgencia nacional a la escalada de múltiples violencias y vejaciones, el control sobre la imaginería y la palabra pública por el sesgo de la maquinaria mediática, y la falta de mediaciones políticas para gestionar lo indecible (del dolor y el sufrimiento visto, experimentado o escuchado), que demandan un acercamiento primario a la comprensión del imaginario social que emerge junto con un pasado inmediato que se vive en presente, como un aspecto irresuelto (y traumático) y se expresa en el recuerdo del presente que no se acierta a compartir.

    No obstante lo que cualifica el México contemporáneo, y pese al cruento "descenso al mundo ordinario" (Das, 2007) de la violencia, la resistencia generalizada a reconocer el suelo común sobre el cual se posa la vida de todos se proyecta hoy de maneras casi silentes, murmurantes, suspicaces, temorosas e inclusive en tono de la parodia y el absurdo cultural: no se trata solamente de la dificultad de nombrar las violencias, igualmente se esquiva algo más: un cuerpo social poblado por víctimas, testigos, colaboradores por sumisión, cuerpos extorsionados, sujetos a distintas formas de trata de personas, desplazados, perseguidos, depositarios activos y latentes, en quienes la inhibición del habla los sitúa dentro del proceso de subjetivación que se engloban en sujetos de dolor (ver Ortega Ramírez, 2008).

    Al unir la excepcionalidad mexicana con la idea de un país donde se nace como sujeto depositario de violencias interesa destacar el hecho complementario de un singular imbricado en y con una cultura visual que integra lo que el filósofo uruguayo radicado en México, Carlos Pereda, ha llamado "la normalización del mal" (Pereda, 2012): la cosa que no encuentra representación posible no obstante participa intrusivamente de todas las cosas tornándolas posibles claves de su hacer. Como el Estado en sus orígenes biopolíticos ve en todas partes la muerte amenazando la vida, el mal "encuentra en esa misma ubicuidad la excusa para su propio, insidioso e igualmente ubicuo control. Cuando la vida pasa a ser definida por la muerte, es permeable a la muerte y es permeable al poder"(Copjec, 2006: 49).

    Se trata de una potencia instalada en la cultura visual de asir, aprehender, imágenes indizadas de sus contextos y reintroducidas al flujo visual por máquinas de producción de miradas que compiten y se imbrican con los monopolios tradicionales de la imaginería televisiva y mediática en México; máquinas -tecnologías de la visión- que también son utilizadas por los distintos actores ilegales, paraestatales o posicionados en el margen interno del Estado que coparticipan de la violencia como tanatócratas -decisores de las ejecuciones-, como cuerpos perpetradores de muerte, tratantes del cuerpo muerto y facilitadores del montaje visual de los restos en las locaciones del espacio público.

    La muerte se informa con el trashumar de cuerpos ejecutados y arrojados sobre calles y puentes, sobre tierra baldía. El pasmo del vidente que no pretendía ver lo que vio convierte a los espectadores de la violencia en testigos oculares para quienes la visión, más que la anhelada distancia del observador racional -idealizado por el perspectivismo renacentista-, se realiza en un movimiento inverso de quien ve una imagen (como mera recepción óptica). Contrario a lo que consideramos comúnmente la cultura visual provee siempre un lugar físico a donde llega el vidente, también, mediante una flexión de cuerpo que, así, puede habitar el lugar de la imagen.13

     

    Enmarcando la violencia en el México excepcional

    Cualquier forma de violencia se constituye en el interior de determinados marcos (Butler, 2011) o de lo que Randall Collins (2008) afirma como un punto de vista sociológico: no hay espacio social donde sea factible hablar de sujetos violentos sino de situaciones violentas anteponiendo con ello el rasgo de toda violencia comprendida como una relación social enmarcada. Al estudiar enfrentamientos físicamente comprometidos, de varia índole, el sociólogo estadounidense añade un componente de la excepdonalidad de las violendas contemporáneas, a su escalamiento agrega el hecho de su ingente visibilidad por medio de artefactos de visión disponibles por testigos directos de la violencias o artífices ex post de las escenas o trayectorias de las acciones violentas.

    No solo esto sino que la violencia también así registrada, potencia su carácter experiencial en la medida que los actos y las imágenes violentas incluirán un amplio rango de emociones -dolor, miedo sobre todo, agresividad, pérdida, resentimiento y agravio, etcétera- que corresponden a aquellos componentes constitutivos para que una experiencia nos toque, nos atraviese, de una manera o de otra.

    El enmarcamiento de la violencia en nuestro país se orienta entonces por la multiplicación de locaciones, por las topografías que reproducen lógicas de amigo/enemigo, estrategias de exterminio, "crímenes de odio", feminicidios, etcétera. De modo consistente la violencia ha producido dos fenómenos: la espacialización de la muerte, mediante la marca de los lugares y la paulatina identificación de los paisajes de muerte en ciudades o fuera de ellas, y paralelamente atraviesa un tiempo de traumatizaáón social.

    Recordemos que siendo resistente a una definición de consenso, el trauma social fue definido en 1976 por el sociólogo Erikson como "un 'ethos' -o [para el caso] cultura grupal- que es diferente a la suma de las heridas [...] personales que lo constituyen, y es más que éstas" (Ortega, 2008: 27). Por su parte el colombiano Francisco Ortega ha insistido en otras partes en que el concepto puede ser útil "para concebir los modos en que el sufrimiento social trastorna las redes simbólicas (en especial aquellas asociadas con la ley, el colectivo y la espiritualidad) e imaginarias (autoridad, nación, religión) que le dan sustento a la vida" (Ortega, 2008: 28).

    Frente al espacio social e histórico que se reclama, el ethos traumático en México respondería a una estancia en suspenso, retomando el sentido de ethos no como cultura sedimentada (normativa) ni estrictamente como introyección subjetiva de principios más o menos compartidos por una colectividad, sino en el desplazamiento que va de un doble significado al movimiento del ethos en una triangulación de sentido, como lo sugiere la lectura de Jacques Ranciére:

    Antes de significar norma o moralidad, la palabra ethos significa dos cosas: significa la estadía y significa la manera de ser, el modo de vida que corresponde a esta estadía. La ética es entonces el pensamiento que establece la identidad entre un entorno, una manera de ser y un principio de acción. Y es esta identidad lo que caracteriza la inflación ética de hoy. Ella opera, en efecto, la conjunción singular entre dos fenómenos: por un lado, la instancia del juicio que aprecia y que elige se encuentra rebajada ante el poderío de la ley que se impone. Pero, por el otro, la radicalidad de esta ley se refiere a la simple obligación de un estado de cosas. La indistinción creciente del hecho y de la ley da lugar, entonces, a una dramaturgia inédita del mal y de la reparación infinita (Ranciére, 2005; subrayado mío).

    La definición puesta en juego permite comprender, por una parte, que bajo el marco de una guerra como la atravesada por México, el ethos traumático asimila la significación unidual del ethos en su sentido de estadía y manera de ser/estar en general, por tanto, con éste se comprende una forma de vida constituida durante una estadía (estancia espacio-temporal) y, enseguida, una ética de la práctica o del comportamiento social que tiene relación con el clima político cultural, con la forma de vida y el eje articulador de la acción. Lo relevante no deriva del rasgo particular de un ethos entre otros, sino de la singularidad que surge de la conexión entre las éticas prácticas y la ley del lugar en que efectivamente se realizan como la desconexión (o en otra palabra, como indiferencia) entre ethos y la disposición (orden) del lugar.

    Ala realidad mexicana actual, el concepto fuerte de la vida desnuda, la "nuda vida",14 reintroduce el problema de la excepcionalidad no desde un lugar de enunciación como desde su potencia en "la producción específica del poder", sobre la cual se interroga acerca de "cómo se produce la desarticulación real del humano" de su contexto histórico y de su mundo de vida. Un procedimiento éste que sigue una pauta metódicamente distinta a la manera tradicional de preguntarnos qué procesos históricos y políticos han producido una u otra articulación entre el ser humano y su contexto (Agamben, 2004: 18).

    Lo que resulta de la violencia en México, de la que nos ocupamos en este artículo, es que su fuerza subjetivante, junto a su sitial de lo real, se ha erigido también en un poder positivo (en el sentido foucaultiano del poder como capacidad, fuerza o potencia puissance),15 en la distribución sensible del espacio político y social. Demás está decir que su agencialidad letal ha fundado una cartografía de la violencia con sus trayectos y escenas particulares. La violencia no ocupa una posición, se erige en un sujeto más dentro del campo de fuerzas del país.

    Dejando de lado los anteriores aspectos relativos a la cualidad excepcional, un conjunto diverso de interrogaciones a dicha violencia podrían contemplar los marcos de violencia en otras escalas sociales que han sido vistos como fenómenos simultáneos pero no suplementarios o sustitutivos de la violencia asesina movilizados por las particiones de territorios y rutas de la economía ilegal.

    Asidas estas preguntas a otra pauta metodológica que estime que para visibilizar la violencia en plural sea necesario arribar por agregados sociales pequeños, y en la que un punto de vista micro permita observar cada hecho de violencia en su desenvolvimiento, con sus momentos claves y puntos de inflexión (Collins, 2008), serían viables formulaciones tales como ¿por qué la gente rompe las reglas de convivencia y por qué se engancha en acciones que deliberadamente implican daño?, o bien, ¿cuántas clases/formas de agresión no-violentas existen o se dan en un lugar como un tipo de entre varias conductas o acciones instrumentales? (Felson, 2009: 578).

    Dando por sentado que la vida social se encuentra fundada en un cierto tipo de pacto o sobre la base de situaciones de relacionamiento, sería conveniente examinar ¿cuándo o cuándo no, la agresión de algún tipo constituye una ruptura en los espacios de relación social o de rituales de interacción social con prevalentes sentidos de solidaridad, cooperación, mutua ayuda o de reciprocidad? (Collins, 2008).

    Dentro de las situaciones cotidianas, la testificación de un complejo excepcional de comportamientos chocantes, malas relaciones intergeneracionales, hostigamientos y agresiones sexuales, discriminaciones de varios tipos, crímenes de odio, matanzas colectivas, genocidios y una larga lista de violencias, lo autoevidente es que éstas no consisten en un entidad cerrada y, por el contrario, las diferenciaciones siguen teniendo efecto para referir a alguna violencia y situarla en la perspectiva de un campo de distinciones que permitan discernir una golpiza propinada al dueño de un establecimiento comercial del caso de un/a asesino/a serial (Cooney, 2009: 590).

    Este procedimiento analítico registrado por el británico Mark Cooney conlleva otras conclusiones de interés para el tema en cuestión: los rasgos de situaciones violentas, muchas veces relevados como particularidades reaparecen bajo otros marcos o formas de violencia por lo que los elementos comunes efectivamente pueden surgir en circunstancias extensivamente distintas, así una violencia de contenido moral, cometida en el curso de un conflicto social, es posible que tenga su réplica en un ejercicio de la violencia cuyo principio activo fue el afán de lucro, la búsqueda de ganancias o de placer.

    Dicho esto, el simbolismo interpretativo relativo a los rituales violentos, al trato del cuerpo violentado, a la distribución espacial de víctimas y perpetradores, al papel de los testigos, e incluso al trato del cuerpo muerto, al espaciamiento de su entierro, a su situación insepulta, a la posición del cadáver, etcétera han formado parte de los estudios antropológicos y forenses. En particular, desde el horizonte de la antropología de la muerte el simbolismo de la mano derecha fue el punto de partida de la investigación realizada en distintas culturas por Robert Hertz, el discípulo de Marcel Mauss, muerto en el frente de batalla en 1915, quien ocho años antes había publicado La muerte. La mano derecha (1990), dedicado a la asimetría derecha-izquierda en las prácticas mortuorias, brindando entonces un acucioso relato sobre el trato de los muertos, por ejemplo, en Bali, donde se perfora la base del féretro para recoger los líquidos que excreta el cuerpo descompuesto para emplearlos en ceremonias, o bien, la costumbre entre los Dayak en Borneo, donde se recuperan los líquidos para cocer el arroz y comerlo como parte del luto; y en otros lugares los líquidos se uncen sobre los cuerpos de los vivos (MacManus, 2007: 32).

    Trasladado a las masacres guerrilleras en el Tolima (1948-1964), en el periodo conocido como "la violencia" en Colombia, el simbolismo del cadáver ultrajado fue puesto de relieve como clave no de la muerte sino de "matar" que la antropóloga María Victoria Uribe identificó en la recursi-vidad empleada para transgredir el límite de la muerte biológica del otro y convertir el cadáver en materia y significación del doble y triple acto de "rematar" y "contramatar" (Uribe, 1990).

    La reiteración de la crueldad que no detiene la sumisión ni la absoluta rendición de la víctima se convirtió en uno de los gestos de la violencia en Colombia; en aquel estudio de 1978 quedó como un referente que hizo arrojar similitudes con ejecuciones y matanzas en diferentes latitudes en Latinoamérica. Para el caso de las así llamadas "narcomuertes", cuando comprometieron a líderes criminales en México fueron puestas a circular como evidencia de un parte de guerra, constataron por un lado la tesis de Randall Collins acerca de que la violencia participa de una creciente visuali-zación cultural disponible por la masificación de tecnologías individualizadas como celulares y dispositivos inteligentes (gadgets).

    Por otro lado, la famosa emboscada que en diciembre del 2009 tendió la Marina del ejército mexicano al capo de la droga Arturo Beltrán Leyva fue pronto diseminada por todas partes a través de la agencia de noticias Reuters que el diario español El País se encargó de difundir en su edición impresa y en línea. El reportaje replicaba la advertencia que pretendió difundir la Marina Armada de México tras el exitoso operativo como un contagio de la propaganda y la iconografía del crimen: la presentación pública del cadáver en forma humillante esta vez se revirtió mostrando un "cuerpo desnudo [cubierto] de billetes ensangrentados" (Elpah.com, 2009; ver Reyes Sánchez, 2011).

    Con la sociología de la guerra, el argentino Flabián Nievas ha tocado varias dimensiones de la subjetivación, en especial respecto los grados distintos de tortura que en cualquiera de esas escalas logra efectos en dos órdenes: en el de las subjetividades, reconstituidas y copadas por el terror y, en el orden social, debilitando los lazos sociales en la malla de relaciones en que se inscribía el torturado (Nievas, 2011: 57).

    Buena parte de los escenarios violentos conjugan ritualidad y eficiencia simbólica del suplicio, un par de componentes amplificados al mediar alguna imagen que da cuenta del suceso. Al ser puestas en circulación, a éstas aplica la misma sentencia que el filósofo Vilém Flusser empleó para diferenciar el papel moderno de las imágenes técnicas generadas por interposición de aparatos e inscritas en una superficie (inclusive las pantallas multimedia), su peculiar presencia cultural consiste en su necesidad de ser cuestionadas acerca de por qué ellas significan lo que muestran al mismo tiempo, lo que las imágenes muestran sólo es una función de aquello que significan.

    Esta suerte de circunloquio resulta apropiado al tratar con interpretaciones sobre el poder de las fotos en la era mediática, como la citada foto del cuerpo inerme de un "jefe de jefes" inscrita en una también "guerra de las imágenes" en el México contemporáneo. El mismo Flusser -quien persiguió afanosamente la radical transfiguración de aquello que al comenzar el siglo XX Walter Benjamín atisbo en las imágenes en la era de la repro-ductibilidad técnica-, llegó a reinsertar la cuestión no a partir del poder de la reproducción infinita de una imagen sino en el maridaje entre la subjetividad, el aparato y la imagen, de donde resulta un nuevo ensamblaje: las instancias programadoras se encuentran sujetas más que a un poder oculto a un automatismo que cubre a quienes ven las fotos produciendo una suerte de círculo mágico, en su interior se sucederá un comportamiento ritual y favorable a los aparatos (Flusser, 2009: 61).

    No se describe así una alienación con las imágenes, no consiste en esto el papel que ellas asumen puesto que no están al servicio de las cosas sino hacen cosas, por tanto, su estatuto en el caso particular que aquí se trata no se debate en la reproductibilidad infinita de la imaginería de la violencia. Resulta que en el operar de la cultura visual las imágenes parecen cobrar vida propia, devienen en reproductibilidad biológica de lo que dejan ver. La imagen puesta a trabajar remite menos a su sitial de signo, de indicio o ico-nicidad para posarse en su calidad de gesto que hace comprender la cultura de las imágenes desde la antropología de las imágenes-vivientes (dije antes imágenes-materia), puesto que lo gestual indica un movimiento corporal -y semiótico- en una imagen investida de expresión (Didi-Huberman, 2009a; ver en formato entrevista en 2009b), que importa porque importa mucho más lo que ocurre entre ese mundo de los signos-imágenes y el mundo de los cuerpos.

    Vista la violencia, por el contrario, desde una perspectiva larga (la cual no abunda) que dé cuenta de patrones extensivos en el tiempo y el espacio, posturas recientes han hecho intervenir dentro de las variables estructurales macro-procesos tales como la masculinización con pautas hegemonizantes como la encarnación de la figura del pater familias en la misma representación de la nación y la valorización de los cuerpos que la ocupan como bienes disponibles a la expropiación para distinguir poder, estatus y privilegio. Se trata de una explicación que ha recorrido los debates y las luchas de mujeres contra la violencia del género, la intrafamiliar y, especialmente, los feminicidios en México. Una de las obras que impactaron el espacio público señalando una estructura originaria de la violencia sexual y de género en Ciudad Juárez, a fines de la década de 1990, puso en entredicho cualquier hipótesis de los crímenes en serie que han tenido lugar en aquella ciudad desde 1993, que no fuera la sexualización del cruce fronterizo. El video-ensayo de la suiza Úrsula Biemann Performing the Border (1999) delataba la compulsión asesina que se atribuye a un perverso maridaje entre la producción de máquinas de registro, de identificación y simulación en el ensamblaje y producción de altas tecnologías con la única diferencia reconocible como determinación de los asesinatos: la diferencia sexual.

    Luego de este recorrido de excepciones, ¿existe acaso una violencia englobadora de las características anteriores? Poca atención merece una definición-tipo de violencia, la excepción que este trabajo ha intentado poner de relieve es aquella con consecuencias sociales devastadoras, dentro de las cuales un sujeto-guerra distribuye el espacio de una sociedad en conjunto y disemina sus mecanismos e instrumentos de guerra simbólicos y materiales por todo el tramado social.

    Entre las denominaciones contemporáneas de la violencia, la llamada violencia predatoria involucra a extraños y ajenos en su ejecución; se comete indistintamente las divisiones raciales, de clase, o de límites intranacionales; exhibe una asimetría organizacional (grupo sobre individuos, o individuos sobre grupos); involucra a participantes que no están fuertemente ligados a un lugar, por lo que sus agentes con alta capacidad de movilidad (Cooney 2009: 590-1) se distinguen por su ubicuidad espacial, que supone asimismo tanto los desplazamientos en trayectorias físicas como sus disposiciones de llenar espacios mediante la fragmentación y reproducción molecular. Finalmente, dentro de la violencia predatoria quedan comprendidas poblaciones más bien jóvenes, con rangos etarios diferenciados según su proclividad hacia tareas y funciones específicas.

    Al dejar en suspenso en esta fase de la comprensión del nombre y los lugares de la violencia en México una serie de análisis en proceso sobre el fenómeno, las dimensiones aquí expuestas se sitúan dentro de un imaginario social compuesto por escenarios, situaciones y locaciones de violencia en multiplicación; por discursos y estrategias político-militares que confluyen en un circuito representacional en el que se juegan los sentidos de vida y/o de muerte. De manera claramente imbricada, los flujos comunicacionales y las proyecciones mediáticas colocan y amplifican contextos imaginarios a partir de los efectos de las imágenes en la realización de la vida social. De acuerdo con Charles Taylor (2004), más que un concepto para la reflexión, un imaginario comprende los modos en que las personas imaginan su existencia, de qué manera se autoperciben junto con los otros, cómo juzgan lo que hay en medio de ellos y sus prójimos, y las expectativas que generan con base en alguna noción normativa o vinculante, así como las imágenes que soportan esas expectaciones.

     

    Una suerte de conclusión

    En casos de violencia predatoria, en los cuales las acciones criminales, terroristas, homicidas y de extremo extrañamiento erosionan los vínculos sociales (o simplemente implantan una conectividad social fundada en desvinculación), desdibujan estructuras de credibilidad institucional y cohesionan fuertemente los tramados de ilegalidad, pensar los modos de violencia que nutren un ánimo colectivo, difuso e irrepresentable aún -pero extendido fragmentariamente en esas topografías de bárbaras atrocidades- ha venido a convertirse en una urgencia para las ciencias sociales en México.

    No basta responder por nuestras ancestrales culturas de la muerte que han sido degradadas por un novedoso arsenal de tecnologías cruzadas, donde la mirada de los (nos)otros se refuerza y constituye como una mirada sináptica (de los muchos viendo todo), del que puede ver todo, como el voyeurista desde la ventana, omnipresente en las diversas locaciones donde se abandona los restos de "vidas desperdiciadas" (Bauman). La mirada en que nos convertimos como "testigos oculares" de la muerte en masa de los últimos años es aquella que mira la exhibición de la muerte a la vista de los otros supervivientes, que lejos del trauma producido por la evidencia de la cruel agonía de los muertos provoca una sensación extraña, cercana a la repulsa confundida con un hondo temor al contagio.

    No está demás preguntarse si en las condiciones del presente se ha convertido en regla o excepción la más baja forma de supervivencia, según decía Elias Canetti, aquella que resta a la muerte infligida a otro(s):

    Así como se mata a un animal[...] Así también el hombre quiere matar al hombre que se interpone en su propio cambio, que se le opone, que se yer-gue ante él como enemigo. Le quiere derribar para sentir que él aún existe y el otro ya no. Pero no debe desaparecer enteramente, su presencia como cadáver es indispensable para logar este sentimiento de triunfo (Canetti, 1981:224).

    La suerte en ese país está echada: se sobrevive a la catástrofe, se trabaja la sobre-vida al remanente de lo que se ha perdido y se torna las ausentes en redivivas, todas éstas parte de las situaciones límite atravesadas en la violencia, o bien se abre paso a los supervivientes en que nos quisiera convertir la predación violenta.

     

    Notas

    1 Socióloga. Investigadora titular del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

    2       G. Agamben usa el concepto de "estado kenomático" (del gr. kenosis, vaciamiento).

    3       Al respecto un intercambio interesante sobre la rutinización de la seguridad y su contraparte, los laboratorios sociales (campamentos) donde se indaga hasta cuándo y cómo es posible forzar la vida en situaciones extremas, puede verse en los comentarios de Agamben a Zygmunt Bauman, quien ha caracterizado la vida social de las poblaciones residuales o excedentarias (Bauman, 2008: 107-122 y ss.).

    4       Aunque la guerra fue declarada en el 2007, es importante mencionar que luego de una crítica pública a su uso y a la estrategia política, el discurso oficial a partir de fines de 2010 y notoriamente en 2011, dejó de apelar a la guerra contra el narcotráfico y defender una acción integral en su lucha contra el crimen organizado.

    5       Si no podemos hablar de cifras, hablemos de nombres, rezaría una frase cercana a la motivación de este artículo, dado que el número de muertes violentas en México puede oscilar entre los 60 mil, según datos oficiales, y los 100 mil de acuerdo con otras aproximaciones, a lo que se sumarían las desapariciones, las desapariciones forzadas, unos 18 mil cadáveres o restos sin identidad, los aproximadamente 170 mil desplazados, poblados y viviendas abandonadas (sólo en Ciudad Juárez, el Instituto Nacional de Fomento a la Vivienda para los Trabajadores INFONAVIT da cuenta de 60 mil viviendas de interés social en total deterioro por abandono). Recientemente el Instituto Nacional de Estadística General e Información (INEGI) informó en octubre del 2012 que el año más violento en el país desde 1993 fue el 2011 con 24 homicidios por cada cien mil habitantes, un número cuya aparente minoridad contrasta con una frase contundente: la violencia afecta a todos los sectores de la población, especialmente a las mujeres, que se sienten más inseguras, de acuerdo con el uso oficializado del término 'inseguridad' en lugar del violencia. (Ver "Inseguridad, la principal preocupación de los mexicanos: Inegi", en Proceso.com.mx: 2012).

    6      Mauss se refirió así al don pero dado que los mecanismos violentos (en los que la reciprocidad de los vínculos sociales se vienen sustituyendo por los símbolos y bienes encarnados como la competencia, la fuerza, la eficacia de matar) podría concebirse también como un hecho total de la violencia con base en la extensión, intensificación y práctica ordinaria de las violencias en el México contemporáneo. Agradezco la sugerencia del uso de este concepto a Elinet Daniel Casimir, quien forma parte del seminario doctoral de cultura que conduzco en el Posgrado de Estudios Latinoamericanos de la UNAM (semestre lectivo 2013-1).

    7      Las más elocuentes tesis sobre la excepción como estrategia de contención y balance de los Estados contemporáneos desde que las democracias se exceden en el uso del principio de la fuerza (kratos) que las fundan, fueron expuestos en las conferencias impartidas en 2002, publicadas bajo el título de Canallas: dos ensayos sobre la razón (2005). Ver al respecto el excelente artículo "Deconstrucción y biopolítica. El problema de la ley y la violencia en Derrida y Agamben" (Pereyra, 2011).

    8      Rene Girard coloca a Clausewitz en los extremos, según el título de la publicación que recoge sus opiniones sobre la tercia apolítica, guerra y apocalipsis. Los temas apocalípticos habían sido tratados por Girard, en su fase literaria, por decirlo así, cuando trabajó "El teatro de la envidia sobre la débil [dull, ausente de sensibilidad] revancha de Hamlet" (1991), en el cual cuestiona a sus lectores si comprenderían de la misma manera el decisionismo de Hamlet si lo visibilizaran con un dedo sobre el interruptor de un arma nuclear. En estos comentarios se avizoraba un Girard cautivo de las amenazas latentes de una violencia global, la cual vuelve a llamar su atención después del 9-11. A través de la figura de Clausewitz vuelve a la cuestión acerca del significado de la violencia arcaica en la forma de un Islam militante: el mundo desde entonces le parece subsumido en un ciclo de escalamientos (Kirwan, 2009: 144 y 145).

    10     ¿Qué es vida humana?, ¿cuál es la vida humana digna de ser vivida? Fueron dos de las preguntas con que Judith Butler emprendió la saga sobre la precariedad y la centralidad de las éticas sociales, que inicia con Vida Precaria (Butler, 2006) y se continúa en sus trabajos más recientes. Hacia comienzos del 2000, sus referentes fueron los discursos belicistas que cubrieron el panorama mundial distribuyendo a los otros sobre un eje del mal, y encarnándolos desde su condición "peligrosa" o "confinable".

    11     A partir del 2009 un contrarrelato a la guerra o una plataforma de narrativas sobre la muerte y la muerte social fue construida desde los circuitos mediáticos y estéticos. El performance de la artista Teresa Margolles presentado en la emisión 53 de la Exposición de Arte Internacional de la Bienal de Venecia, del 2009, interrumpió el discurso oficial preguntando ¿De qué otra cosa podemos hablar? e hilvanando con hilo dorado una tela saturada de sangre de víctimas de la violencia asesina, recogida en los lugares de los hechos (Margolles, 2009). Un año después, el 8 de agosto del 2010, la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano otorgó el premio de periodismo gráfico al mexicano Alejandro Cossío, que cubrió la guerra en Tijuana desde el Semanario Zeta en la misma ciudad y reconoció por periodismo en blog a la española Judith Torrea, periodista asentada en Ciudad Juárez. La saga continuó con reconocimientos internacionales a fotógrafos, exilios y asesinatos de periodistas y un contingente de obra artística en varios géneros, en los que destaca la veta del arte del performance.

    12 Según la definición del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ), ésta "[...] es una respuesta a las violaciones de los derechos humanos, extendidas y sistemáticas. Busca el reconocimiento de las víctimas y promete posibilidades para la paz, la reconciliación y la democracia. La justicia transicional no es un tipo especial de justicia pero se trata de una justicia adaptada a las transformaciones de las mismas sociedades después de un período persistente de abuso de los derechos humanos. En algunos casos, esas transformaciones suceden de imprevisto, en otras tienen lugar a través de décadas" (ICTJ, 2008).

    13 Al introducir su compilación dedicada a la cultura visual, Jessica Evans y Stuart Hall han apuntado este lazo fisicalidad que determina al espectador cuando afirman: la cultura visual siempre proporciona un lugar físico y psíquico donde puede habitar el espectador (Evans y Hall, 1999:4).

    14     Javier Sicilia en el mismo manifiesto del 2011 incorporó al discurso social el término que hace el par definitorio de la biopolítica según Agamben, al decir "que [...] en medio de esa corrupción que muestra el fracaso del Estado [en México], cada ciudadano de este país ha sido reducido a lo que el filósofo Giorgio Agamben llamó, con palabra griega, zoe: la vida no protegida, la vida de un animal, de un ser que puede ser violentado, secuestrado, vejado y asesinado impunemente; estamos hasta la madre porque sólo tienen imaginación para la violencia, para las armas, para el insulto[...]" (Sicilia, 2011).

    15     En este sentido de poder productivo, las fuerzas específicas que controlan los medios de la violencia devienen en poder al entrelazarse de manera inextricable los dos poderes que Fou-cualt distinguió: pouvoir y puissance, donde el segundo consistía en la potencia inventiva de la política, el trabajo o la cultura, mientras que el primero correspondía al poder disciplinario. En el tiempo de la biopolítica y los biopoderes, éstos se convierten en fuerzas hacedoras de realidad y representación porque unen pouvoir y puissance (controlan, disciplinan e inventan y crean) (Lasch, 2010). Sobre las distintas concepciones biopolíticas ver Aguiluz (2010).

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