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    Revista Textos Antropológicos

    versión impresa ISSN 1025-3181

    Textos Antropológicos v.18 n.1 La Paz  2017

     

    ARQUEOLOGÍA

     

    Los unos en los otros. Reflexiones sobre la identidad y la otredad en los estudios sobre el pasado

     

    The Ones Within the Others: Identity and Otherness in Past Research

     

     

    Pablo Cruz*
    * CONICET, Instituto Interdisciplinario Tilcara, FFyL-UBA. Argentina. Investigador adscrito al Instituto de Investigaciones Antropológicas y Arqueológicas IIAA - UMSA. E-mail: saxrapablo@gmail.com

     

     


    De manera general e independientemente del área o período de estudio, la identificación e individualización de culturas, etnias, grupos y otras configuraciones sociales representa un enorme desafío tanto para arqueólogos como para historiadores que intentan reconstruir y comprender los procesos sociales e históricos que llevaron a conformarlas. Pero la tarea se vuelve aún más complicada cuando se trata de identidades móviles, permeables y ambiguas, tal como parecer ser el caso de los Andes y tierras-bajas del continente.

    Palabras claves: identidad, otredad, dinámicas culturales.


    Independent ofthe region or timeperiod ofstudy, the identification and individualization of cultures, ethnicities, and other similar social configurations presents perhaps the most significant challenge to archeologists and histo-rians working to reconstruct andstudy the historical formation ofthese categories of identity. However, this work becomes even more difficult when the object ofstudy deals includes mobile, permeable, and ambiguous categories of identity, as is the case in the Andes and the lowlands of South America.

    Keywords: Identity, Otherness, applied genetics, cultural dynamics.


     

     

    Introducción y problema

    El título que anuncia este trabajo debe entenderse en su doble naturaleza cultural y biológica; se refiere tanto a la fluidez con la que las entidades culturales se manifiestan, como a la dinámica reproductora y "mezcla de sangre" dada entre individuos pertenecientes a diferentes pueblos y/o culturas. La identificación y la distinción entre los "unos" y los "otros" no es sólo un punto de vista, ellas relevan un problema de fondo para todas aquellas disciplinas que se abocan al estudio del pasado humano. Con bastante frecuencia, los arqueólogos e historiadores caemos en la tentación de adscribir muy rápidamente nuestros objetos de estudio dentro de determinadas identidades. Estas identidades, "los unos", se definen en contraste, y en ocasiones por oposición a los "otros", de acuerdo con los esquemas clasifícatenos y tipológicos que estructuran nuestro propio pensamiento, y que consideramos como universales. En muchos casos, tales adscripciones derivan del vasto repertorio de etnónimos brindados por las fuentes históricas. Y en aquellas situaciones en que no se cuenta con ningún marco referencial, tal el caso de muchas sociedades prehispánicas, se procede a la construcción de una determinada identidad, la mayor parte del tiempo relacionada con una territorialidad definida. Desde hace algunas décadas, la pulsión por otorgar un nombre y una identidad a nuestros objetos de estudios, y la necesidad de diferenciar certeramente los "unos" de los "otros", alcanzó una nueva dimensión gracias a la decodificación del ADN humano y el desarrollo de los estudios de genética poblacional. No obstante, como lo trataremos a continuación, muchos de los cimientos de tales adscripciones se encuentran todavía muy frágiles, restringiendo nuestro campo investigación y conduciéndonos aun sobre resultados inciertos.

     

    Buscando un nombre para el pasado: identidad y territorio.

    La necesidad de otorgar un nombre y adscribir un territorio a nuestros objetos de estudio es ciertamente un reflejo de muestra propias limitaciones en comprender los procesos sociales -y las configuraciones sociales involucradas en ellos-, fuera de las premisas de los marcos hiper-culturalistas (sensu Tylor 1871; Morgan 1877). A pesar de los intensos debates teóricos que acompañaron en las últimas décadas el desarrollo de la arqueología y de la historia, la tipología y la ecuación cultura-lengua-territorio, cuyas consecuencias nefastas son ampliamente conocidas (p.e. bajo el régimen nazi), continúa al orden del día. Dentro de nuestros propios sistemas clasifícatenos es evidente que abordar nuestras investigaciones desde la abstracción, o, por ejemplo, denominando nuestros objetos de estudios como grupo "X", "1" o "VI", resultaría una tarea no sólo complicada, sino que probablemente inútil. Más complicado nos sería aún el intentar disociar una determinada identidad de un territorio y/o viceversa. Pero no se trata aquí tanto de cuestionar nuestros sistemas clasifícatenos sino de reflexionar sobre las implicancias y distorsiones que pueden generarse en las categorizaciones identitarias que construimos arbitrariamente. De manera significativa, estas construcciones se muestran más evidentes en la categorización y clasificación de sociedades sedentarias, y no tanto cuando se refieren a aquellas sociedades identificadas como "arcaicas", las cuales son caracterizadas por su alta movilidad y supraterritorialidad. De suerte que las adscripciones identitarias parecen estar de alguna manera relacionadas con la permanencia de una determinada configuración social dentro de un mismo territorio, probablemente en oposición a la movilidad que individualiza a los grupos arcaicos. También interviene en estas construcciones, aunque de forma tácita -a diferencia de lo que sucede en el Viejo Mundo-, la discriminación entre sociedades "prehistóricas", "protohistóricas" e "históricas". En la primera, la relación con el territorio se muestra de manera más explícita, tomando en muchos casos el nombre del lugar donde ellas se manifiestan o el nombre de "la" o "las" áreas nucleares con las cuales se relacionan: p.e. Viscachani, Tupuraya, Mojocoya, Tiwa-naku, Puqui, etc. En las dos restantes, trátese de tiempos prehispánicos o de contacto, las categorizaciones parecen encontrar su principal inspiración en los etnónimos brindados por los documentos históricos, los cuales se relacionan a su vez con jurisdicciones territoriales definidas: p.e. Pacajes, Colla, Quillacas, Chichas, Yampara, etc. Asimismo, la gravitación e implicancias teóricas de estas distinciones se acentúa en las propias cronologías, las cuales se plasman en la generalización de una ecuación donde a mayor profundidad temporal mayor permanencia cultural; y en efecto, no resulta lo mismo referirse sobre "cultura" San Francisco como una fase temporal de más de 1.500 años, que sobre Aguada a lo largo de 800 años, que sobre los Qaraqara, Chichas y Omaguacas durante 300 años. Sin embargo, trátese de 1.500, 800 o 300 años, se trata de una misma mecánica de cristalización temporal y territorial.

    Pero este problema de fondo de la arqueología se acentúa aún más al no poder superar la disciplina la "tiranía tipológica" (sen-su Gnecco y Langebaek 2006), y dentro de ella, el marco de los fósiles directores (fossiles directeurs) en la adscripción cultural -y por ende identitaria-, de las producciones humanas. El problema es en gran medida tautológico y concierne principalmente los estudios sobre sociedades alfareras. Partiendo de una concepción de la cultura directamente derivada de la definición de Tylor (1871), generalmente se considera que un determinado tipo de objeto, o ciertos rasgos morfológicos, estilísticos o iconográficos, constituyen indicadores de una determinada entidad o configuración cultural, la cual se encuentra asociada con una territorialidad de manera positiva (local), o por contraste (foráneo). La figura del fósil director alcanza su máxima expresión desde el momento en que las adscripciones tipológicas y estilísticas adoptan el mismo nombre de la "cultura" o del "grupo" estudiado, que con frecuencia resulta el mismo nombre del territorio donde se realizan los estudios: Tiwanaku, Santa María, Yura, Atacama, Pacajes, etc. Una vez establecidos, estos fósiles directores no sólo son usados en las contextualizaciones cronológicas y culturales de sitios y áreas arqueológicas, ellos también pueden constituirse como fundamento, mediante relaciones contextuales o analogías y semejanzas formales, de nuevas adscripciones culturales, las cuales a su vez pueden llegar a convertirse en nuevos fósiles directores. Sin embargo, de la misma manera que el concepto de cultura fue superándose a lo largo de los años desde las definiciones hi-per-culturalistas, un amplio registro de datos etnográficos y etnohistóricos provenientes de los cinco continentes muestra -y demuestra-, que la universalidad de la relación entre un determinado tipo o estilo con una cultura o grupo particular puede ser relativizada. Y es que, en efecto, 1) no todas las producciones materiales de una sociedad portan algún sello distintivo de la misma, 2) configuraciones sociales diferenciadas entre sí pueden producir una cultura material similar, 3) grupos o sectores pertenecientes a una misma sociedad pueden marcar sus diferencias a través de sus producciones materiales, y 4), una sociedad puede albergar en su interior a miembros o grupos foráneos cuyas producciones materiales continúan reflejando su pertenencia de origen. Podemos incluso encontrar escenarios más complejos, como los no pocos casos conocidos en los Andes de pueblos de especialistas alfareros que produjeron e intercambiaron vasijas, las cuales podían expresar sus propios estilos y diseños distintivos, o bien, "el gusto" particular de quienes las adquirían (p.e. Murra, 1983).

     

    ¿La identidad y la cultura en los genes?

    Viniendo a llenar los silencios de las fuentes y del registro arqueológico, y consecuentemente con sus múltiples aplicaciones en la sociedad, desde hace unos años la genética se presenta como una herramienta indiscutible en la identificación y/o corroboración de las identidades sociales que conforman nuestros objetos de estudio. Trataremos a continuación algunos aspectos de este recurso, sus alcances y sus limitaciones.

    El importante desarrollo tecnológico que tuvo en las últimas décadas la biología molecular marcó ciertamente un nuevo hito en los estudios sobre el genoma humano y sobre los procesos poblacionales y migratorios. En una intensa dinámica de innovación tecnológica, desde los años 1980, se comenzó implicar la genética, en paralelo con los análisis de de fauna extinta (Higuchi et al. 1984) y su aplicación forense, en los estudios sobre el pasado humano (Päábo, 1984), desarrollando en ello nuevas metodologías y técnicas para el tratamiento del ADN antiguo o degradado. De esta manera, las poblaciones de América del Sur fueron estudiadas principalmente a nivel del ADNmt (Bailliet et al. 1994; Bonatto S. et al. 1997; Fuselli et al 2003; Horai et al. 1993; Torroni et al 1992, 1993; Ward et al 1993). Ahora bien, si la genética se constituye ya como un paradigma biológico indiscutible, su aplicación y articulación en las Ciencias Sociales, y en particular aquellas abocados al estudio del pasado humano, conlleva aun un alto grado de incertidumbre. No por ello la genética deja de ser un importante recurso en el intento de comprender los diferentes procesos sociales y dinámicas poblacionales, pero es necesario tener en cuenta que esta herramienta no puede ir más allá de los propios genes que ella misma estudia. Y las claves para comprender tanto la identidad como la cultura, contrariamente a lo sostenido por la sociobiología -entre otros defensores Wilson (1975)-, no se encuentran dentro de nuestros genes. No obstante, resulta muy llamativo constatar como un gran número de estudios genéticos aplicados sobre muestras de poblaciones tanto actuales como arqueológicas se focalizan, a partir de la variabilidad haplotí-pica y haplogrupal, en tratar de determinar la filiación étnica y cultural, y no tanto así problemáticas meramente poblacionales, más compatibles con el método. Y es aquí que la información genética, articulada con otras disciplinas que no alcanzaron el mismo nivel de paradigma -es importante recalcarlo-, como la lingüística poblacional y la historia, muestra sus mayores debilidades. Un claro ejemplo de que las cosas están aún lejos de ser resueltas en materia de lingüística se presenta en el debate actual sobre la lengua puquina, considerada el principal sustrato lingüístico antes del arribo de los aymaras, lengua que se supone habría sido hablada por los tiwanakotas y, más tarde, por la propia élite inka (entre otros: Cerrón Palomino, 1998; Bouysse Cassagne, 2010).

    Ahora bien, al margen de las incertidum-bres y vacíos que puedan existir en los estudios lingüísticos, dos ejemplos ilustran algunos de los problemas más frecuentes relacionados con este tipo de procedimiento. El primero se refiere a análisis de ADNmt efectuados sobre restos humanos hallados en contexto Tiwanaku (Rothhammer et al, 2003). En este estudio, los resultados de los análisis genéticos fueron cotejados comparativamente con datos genéticos de poblaciones actuales de amerindios, y luego plasmados gráficamente en un dendrograma Neighbor-Joining que muestra la proximidad "genética" entre las poblaciones comparadas. Los resultados pusieron en evidencia una relación más cercana entre las antiguas poblaciones tiwanakotas con la región amazónica. Sin embargo, los resultados no señalaron, tal como fue interpretado, una relación -y menos un origen-, entre los antiguos tiwanakotas y las actuales poblaciones de las tierras bajas amazónicas, sino, más bien a la inversa, son estos actuales pueblos amazónicos (Santos et al, 1996) los que se encuentran relacionados con los antiguos tiwanakotas; en otras palabras, éstos serían en parte sus descendientes genéticos. En este sentido, nos encontramos aún lejos de contar con los datos suficientes para poder efectuar comparaciones ajustadas, aparte de las incertidumbres señaladas atrás, que posibiliten inferir el origen tanto de los antiguos tiwanakotas como de los pobladores actuales de la región amazónica. Pero el problema no reside tanto en esta interpretación de los resultados, sino en la pobre representativi-dad de las informaciones genéticas disponibles, situación que condujo a articularlas, dentro de una escala geográfica y temporal muy amplia, con informaciones ordenadas y categorizadas en tanto que grupos lingüísticos (aymara, quechua), y con una macro región como es la región amazónica de Brasil (Figura 1). Es en esta articulación de escalas, tiempos y órdenes incomparables que se evidencia una de las principales dificultades que envuelve este tipo de interpretación; más allá de su aproximación determinista, la relación entre información genética, cultura, lengua y territorio se encuentra lejos de ser evidente. Este mismo determinismo se refleja igualmente en la inmutabilidad genética y geográfica atribuida, como condición sine qua non para este tipo de análisis, a las poblaciones actuales y que conforman los marcos de referencias de las comparaciones: aquellos "otros" que podrían estar emparentados con los "unos".

    El otro ejemplo lo hallamos en un estudio realizado en la región de Tinquipaya (Potosí-Bolivia) cuyo fin fue determinar genéticamente la composición de la población indígena y campesina de la región tomando como base los dos grupos lingüísticos históricamente presentes en ella: los aymaras y los quechuas (Sáenz Ruales, 2007). Articulando las informaciones contenidas en muestras sangre tomadas en los años 1970, las informaciones genéticas de esta población fueron cotejadas dentro de una base datos de 69 poblaciones de América del Sur, la cual incluía a los aymaras y a los quechuas. Este estudio arrojó como resultado que los campesinos de Tinquipaya se insertan mayoritariamente dentro del haplogrupo B, algo esperado, pero que se encuentran genéticamente diferenciados entre aymaras y quechuas, un aspecto en gran medida concordante con el registro onomástico de la región. Dos problemas atravesados por cuestiones metodológicas y éticas marcan este tipo de análisis. Por un lado, si la variabilidad y diferenciación genética de esta población es un hecho indiscutible, la clasificación lingüística -base de la interpretación de los datos genéticos-, como marcador identitario o de pertenencia no es siempre algo evidente. Por más que hoy en Tinquipaya el quechua sea la lengua predominante, y que muchos de sus habitantes porten un apellido de origen quechua, se trata de una región históricamente aymara. Y no es una contradicción o un impedimento para los campesinos de Tinquipaya definirse como aymaras-quechua-parlantes. Por otro lado, a los problemas éticos que tuvieron lugar durante el muestreo, la extracción de muestras sangre no fue vista con buenos ojos en esta zona de los Andes, se suma el dilema del retorno de la información, la cual podría repercutir negativamente en el equilibrio social de la región. Tinquipaya es una unidad política conformada, desde hace varios siglos, por un grupo de siete ayllus (Jatun Ayllu Tinquipaya), y no existe, por el momento, en su población distinción alguna entre quechuas y aymaras, es decir entre "aquellos" y los "otros".

    Afortunadamente, es importante señalarlo, en los últimos años se vienen desarrollando estudios de ADN antiguo y genética de poblaciones con aproximaciones que evitan caer en el determinismo bilógico-cultural y en los errores interpretativos que hemos visto (entre otros: Fehren-Schmitz 2010; Crespo et al. 2010; Fehren-Schmitz et al. 2010; Iudica et al. 2014; Mendisco et al. 2014). Es de esperar que estos trabajos sean el puntapié para que se instale un debate in-terdisciplinar en torno a la interpretación de los datos genéticos, una deuda aún pendiente.

     

    La identidad y la cultura bajo el manto de la fluidez

    En las primeras décadas del siglo XVI, una alianza entre Guacané, Señor inka de Samaipata emparentado con la nobleza real, y Grigotá, jefe tamacoci (posiblemente chané), Señor de 50.000 indios, posibilitó la expansión oriental del Tawantinsuyu, la cual estuvo motivada por la explotación de grandes yacimientos de oro y plata. Para llevar a cabo su empresa, Guacané convocó la presencia de su hermano, Condori, quien se encontraba por entonces radicado en el Cuzco, para hacerse cargo de la producción de metales en Saipurú. Desde la arqueología, recientes investigaciones en la localidad de Saipurú (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia) confirmaron tanto la presencia de los inkas en esta región de las tierras bajas (Cruz y Guillot, 2010). Según el testimonio del Padre Felipe de Alcaya (Lizarazu [1636-38] 1906; Combès, 2009), la convivencia armónica entre inkas y tamacocis, donde "...viuia entre ellos sin ningun Recato y dormia como en su cas-sa y no quería ya que su guarda tuuiese vela.”." (f.20) duraría hasta las primeras y violentas incursiones de los guaraníes en la región, alrededor de 1526. Por esa fecha, los guaraníes destruyeron el establecimiento de Saipuru, sometieron a un gran número de chanes, mataron a Guacané y tomaron prisionero a su hermano Condori. Por circunstancias que aún se nos escapan, sabemos que los inkas no reaccionaron inmediatamente ante esta invasión de los guaraníes, prefiriendo refugiase al amparo de los valles andinos. Veintidós años después de este evento, en 1548, Condori, antiguo Señor inka de Saipurú continuaba prisionero de los guaraníes, quienes desde entonces fueron identificados como "chiri-guanaes". En esa fecha, en un interrogatorio por demás intrigante, el inka Condori es interpelado en lengua guaraní por el adelantado Domingo de Irala (2005 [1541]), dando cuenta, tal como lo señala Combès (2009), que el Inka había por entonces adoptado la lengua de sus captores. Más extraño aun, varios años más tarde, alrededor de 1574, aparece en la pluma de Lizárraga (2002 [c1600]) un individuo que porta el sugestivo nombre de "Ynga Condorillo" -diminutivo otorgado a Condori por el mismo Irala-, principal por "excelencia" del pueblo chiri-guano en compañía de otro indio principal llamado Marucaré y un indio chicha llamado Baltazarillo, quienes, acompañados por un grupo de vasallos chanés, realizaban un peregrinaje con matices mesiánicos hasta La Plata con el fin de entrevistarse con el Virrey Toledo. No sabemos si este Ynga Condorillo era un descendiente de Condori o alguien que adoptó su nombre e identidad, lo cual era una práctica generalizada entre los guerreros guaraníes.

    Esta sucesión de hechos, señalados secuencialmente en varios documentos coloniales constituye un ejemplo extremo de la fluidez con que las fuentes nos presentan las categorías identitarias. Por un lado, se refiere a la interacción entre dos espacios geográficos y configuraciones sociales consideradas como diferentes cuando no antagónicas: los Andes y el Chaco, los inkas y los tamacocis chaneses. Por el otro, observamos como un miembro cautivo de la élite inka se expresa en la lengua de sus captores evidenciando la adquisición de algunas de sus pautas culturales. Finalmente, y sin que importe si se trata de un descendiente o de un nombre adoptado, hallamos un jefe chiriguano, es decir resultante del encuentro entre guara-nís y chaneses, llamado "Ynga Condorillo" formando parte de una comitiva inter-étnica que reúne también a un indio chicha y un aymara (Marucare).

    Lejos de ser un caso aislado, esta profusa mélange de etnónimos e identidades fluctuantes parece haber sido una constante de las tierras bajas del continente, antes, durante y después del arribo de los españoles. Y en efecto, las fuentes quinientistas dejan ver en este espacio un verdadero enjambre de generaciones de indios que quebranta la universalidad atribuida a la ecuación cultura-lengua-territorio; en palabras de José Barbosa, cronista de Cuiabá, "son tantas naciones que no caben en los archivos de la memoria". El padrón de encomiendas de Santa Cruz de 1561 es un testimonio explícito de la intensa cohabitación de grupos lingüísticos, naciones y etnias en un territorio relativamente acotado. Entre 30 y 40 leguas a la redonda de esta ciudad, se concentraron a lo menos 6 grupos lingüísticos y más de 40 grupos étnicos (Figura 2).

    Esta nebulosa de generaciones y naciones de indios, sumado a la existencia de amplias áreas interétnicas y a la propia movilidad que tuvieron varios de los grupos que habitaron en la región, dificulta sin duda la elaboración de una cartografía étnica ajustada. No obstante, las informaciones dadas en las fuentes quinientistas nos permiten tener un

    panorama general de lo que ella pudo haber sido y destacar algunos elementos relevantes. Por un lado, la ambigüedad y permeabilidad de los territorios y límites étnicos pone en tela de juicio la aplicación universalizante del concepto de frontera. Por el otro, los numerosos espacios inter-étnicos señalados, así como las recurrentes asociaciones entre determinados grupos como los paysunes, chimeos y carcaraes, todos ellos "señores verdaderos de metal" (Cruz y Guillot, 2010), sugieren la existencia de un control "horizontal" de diferentes ambientes ecológicos y espacios geológicos. Con sus propios matices regionales y territoriales, algo semejante parece haber sido la situación en los Andes. Lejos de conformar un mosaico uniforme de naciones y de etnias, los propios procesos migratorios y dinámicas de interacción regional, el control vertical de pisos ecológicos, la relocalización y establecimiento de colonias productivas (mitmackunas), testimonios ampliamente tratados por la historiografía, dan cuenta de la fluidez étnica y cultural que tuvo la macro-región por lo menos desde el siglo XV. Incluso se dieron varios casos, como los "yunkas-inkas de Ika-Lima" (Szeminski, 1997) de repentinos procesos de transformación y reformulación identitaria. Desde esta perspectiva, la imagen de homogeneidad territorial presentada en los mapas pioneros de Rowe (1946) y Bouysse-Cassagne (1987) son el anuncio de un escenario que fue sin duda mucho más complejo y dinámico. Por solo citar un ejemplo de esta complejidad, en tiempos del Inka la cuenca del Titicaca se encontraba a la vez habitada por lo menos por cuatro grupos lingüísticos (aymara, uru, qulla y quechua) e, independientemente de los mismos, políticamente organizada en tres provincias (Pakasa, Lupaqa y Qulla), dos de ellas (Pakasa y Qulla) divididas a su vez en dos moities, urq'u (arriba, masculino) y uma (abajo, femenino). El escenario se vuelve aún más complejo si consideramos tanto las poblaciones foráneas que fueron relocalizadas por el Inka (mitmackunas) y los enclaves multiétnicos como el taypi (centro) de Copacabana, como la fluidez y permeabilidad de las categorías lingüísticas, étnicas y territoriales citadas (en-tre otros: Bouysse-Cassagne, 1987, 2012). Otras configuraciones semejantes tuvieron lugar en el altiplano sur en Qarangas, Quillaqas y Lípez.

    Sin embargo, parece efectivamente que fue con la implantación del régimen colonial que se intensificaron los espacios inter-étnicos tanto en los Andes como en las tierras bajas, conformando en las cabeceras regionales y principales centros productivos verdaderos enjambres de identidades, culturas y lenguas. Así, el padrón de Tarija la Vieja de 1645 (Zanolli, 2008) muestra que sólo un 50 % de los varones empadronados son indígenas naturales de "la chacra", es decir nacidos en el lugar (Figura 3). Pero sólo un 15 % de estos, son hijos de padres naturales de la chacra. El 50 % restante es originario de lugares tan distantes como pueden ser el Cuzco, Chancay, Córdoba, Tucumán y Santa Cruz. En este padrón, los indios naturales hijos de padres originarios aparecen como una neta minoría frente a los "otros" forasteros. Algo parecido sucedió en los centros mineros, sea por causa del sistema de mita establecido por Toledo o por la práctica del yanaconazgo. Las Visitas a San Antonio del Nuevo Mundo y Esmoruco en Sud Lípez de 1683 y 1689 (Gil Montero, 2009) muestran la confluencia mayoritaria en un mismo enclave de indígenas originarios de numerosas regiones andinas, algunas de ellas muy alejadas. Y si algunas de estas visitas y padrones ponen el acento en la distinción entre "naturales" y "forasteros", al mismo tiempo ellas dejan ver que esta diferencia no intervino de manera significativa en la "mezcla de sangre".

    De manera que, a lo menos en estos enclaves principales de la empresa colonial, las cabeceras y los principales sitios productivos, sería muy riesgoso, cuando no imposible, relacionar un determinado espacio geográfico con una igualmente determinada unidad cultural -y menos aún biológica-, durante el tiempo largo. En este enfoque, las poblaciones actuales, sean estas campesinas u urbanas, se expresen en una lengua originaria o en español, son el resultado de ininterrumpidos procesos de encuentros y cruzamientos tanto biológicos como culturales. Alo menos en estas regiones tratadas, si existe una constante identitaria, es la del mestizaje.

    Finalizando, no podemos omitir casos más recientes, como el de los descendientes de africanos y afroamericanos de Argentina y México, donde aparte de los procesos de mestizaje y de las dinámicas migratorias, su presencia fue literalmente borrada de manera arbitraria de los padrones y de los censos oficiales, sobre todo después de los procesos de independencia en el siglo XIX, en sintonía con los ideales identitarios y poblacionales aspirados por las jóvenes naciones (Liboreiro, 1999, Vinson III: 1-18). Los resultados de la expurgación racial de la población afrodescendiente de los registros y discursos oficiales en estos países no solo fueron notables, sino que perduraron en el tiempo largo. En 2002, María Magdalena Lamadrid, una mujer de Buenos Aires de 57 años de edad, se disponía a viajar a Panamá para asistir a una reunión en homenaje a Martin Luther King. Su viaje fue definitivamente interrumpido al ser demorada durante seis horas en migraciones por causa de una incompatibilidad con "su" identidad y "su" pasaporte: ella era argentina y afroamericana de quinta generación en el país. El problema, según le fue anunciado por las autoridades migratorias argentinas, era que ella no podía ser "argentina" si era "negra".

     

    Comentarios sobre un problema insistente

    En la introducción nos referimos a esta necesidad de adscribir un nombre y un territorio a nuestros objetos de estudio como una limitante resultante de nuestras propias estructuras de pensamiento. En otras palabras, se trata de una construcción del pasado desde un presente influenciado por sus propios contextos ideológicos y políticos. Tal como lo señalaba Bourdieu y Boltanski (1975) sobre el fetichismo de la lengua, esta necesidad de construir categorías de acuerdo a nuestros propios marcos clasifícatenos debe entenderse dentro de las relaciones de poder -y colonialidad-, que se perpetuán en los ámbitos académicos y más allá de estos. El determinismo biológico y cultural que se promulga subyacentemente en la interpretación social de los estudios genéticos conlleva un fuerte componente ideológico, acorde con las premisas evolutivas de la socio-biología y, en gran medida con la teoría raciológica (Lewotin et al, 1987; Muñoz Rubio, 2009). No sabemos a ciencia cierta cómo se hallaba estructurado el pensamiento de las sociedades prehispánicas que poblaron los Andes y Tierras Bajas del continente. Y tal como lo formulara Szeminski (1997:335) para la región andina no sabemos aún hasta qué grado los mismos miembros de cada grupo observaban y sentían las diferencias frente a otros grupos. Pero podemos encontrar algunas pautas de comprensión en múltiples estudios etnográficos. Al centro del debate se encuentran los sistemas clasifícatenos, y detrás de estos, los esquemas y esquematas que estructuran los pensamientos. Siguiendo a Piaget (1936,1972), estos esquemas y esquematas se configuran desde la primera edad en las propias experiencias motores y sensoriales: en otras palabras la manera en que se comienza a experimentar el mundo. En el pensamiento occidental, los esquemas y esquematas confluyen en el propósito de construir una realidad tangible e inobjetable; los sistemas clasifícatenos intervienen en el ordemamiento de esta realidad; y dentro de esta realidad, la identidad de un territorio -o de un período, está dada por la identidad de sus pobladores. Por el contrario, en muchas de las regiones campesinas e indígenas de los Andes y Tierras-Bajas, desde su primera edad, los niños se sumergen en una multiplicidad de realidades dentro de un mundo marcado por la fluidez de sus entidades e identidades, sean estas de naturaleza humana o no-humanas, las cuales sus fisicalidades e interioridades pueden ser múltiples y fluctuantes según las circunstancias, el tiempo, los momentos y los espacios. Lejos de ser inmutable, la identidad y la pertenencia étnica se encuentran sumergidas en un constante proceso de transformación, tanto desde el punto de vista cultural como biológico. Somos nosotros quienes las cristalizamos en marcos temporales y espaciales acotados. En este sentido, la distinción entre los "unos" y los "otros" marca sobre todo nuestro posicionamiento frente a las otras realidades posibles, entre ellas las que envuelven nuestros objetos de estudio.

    Muchas de las preguntas que guían este trabajo surgieron durante el invierno de 2006, mientras llevábamos nuestras excavaciones arqueológicas en un sitio aislado de la puna que rodea el salar de Uyuni (Escara, Potosí, Bolivia). Por entonces, una tarde, después de haber concluido la jornada de trabajo, nos habíamos dirigimos a la única casa de la zona, donde vive una familia de pastores de llamas, con la finalidad de hacerle una pequeña entrevista. La casa estaba desierta, sus ocupantes no habían terminado aún de acarrear sus animales. A unos doscientos metros de la casa, una pequeña fogata dibujaba en el crepúsculo la silueta de una persona en cuclillas. En esta región situada a 4.000 metros de altura y en esta temporada, la temperatura cae tan rápido como el sol. Nos dirigimos a su encuentro, y poco tiempo después formamos un pequeño grupo compartiendo un poco de coca, alcohol y el tenue calor del fuego. La persona en cuestión, originario de una comunidad aymara de la región de Orinoca, en el altiplano Orureño, esperaba igualmente el regreso de sus amigos pastores. Había venido a Uyuni en razón de que el presidente aymara Evo Morales estaba entregando títulos de propiedad de tierras. A pesar de haber cursado sólo unos pocos años de educación primaria en una escuela rural de su comunidad, esta persona nos demostró, con mucho orgullo y cierto alarde, sus capacidades para expresarse fluidamente en 4 lenguas distintas: aymara, chipaya, quechua y español. La primera era su lengua materna, la segunda la había adquirido por haber frecuentado y establecido relaciones en las vecinas comunidades chipayas, el quechua lo aprendió en sus años de trabajo como minero y, finalmente, tuvo que desenvolverse en español "por necesidad". De manera que cada una de las lenguas que hablaba se correspondía con determinados momentos y etapas de su vida de campesino, pastor, minero, caravanero, etc. Al mismo tiempo, y sin que fuera necesario preguntárselo, esta persona se identificó como aymara, orureño, boliviano y cristiano, pero remarcando que se trataba de un campesino, indígena y originario, fórmula que cobró una gran relevancia durante el proceso de cambio impulsado por Evo Morales. Se trata de identidades que, si bien son compatibles y forman parte de la historia de una misma persona, son de naturaleza tan distintas como las lenguas por él dominadas.

     

    Referencias Citadas

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